jueves, 2 de julio de 2015

El rasero

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F. Javier Blázquez

Cristo del Humilladero de Peñaranda de Bracamonte | Fotografía: F. Javier Casaseca

02 de julio de 2015 

Decía san Ambrosio, ya en el siglo IV, que la Iglesia es santa al tiempo que meretriz. Así ha sido siempre y por siempre lo ha de ser; la santidad y el pecado son indisociables de la condición humana y la Iglesia, constituida por hombres, no puede dejar de ser rehén de esta ambivalencia antropológica. Sin embargo, la realidad no debe llevarnos a aceptar resignadamente aquello que está mal. Al contrario, si se quiere aspirar a la consecución de una Iglesia más perfecta es preciso tomar conciencia de ello y denunciarlo, cuando sea preciso, ante las instancias adecuadas, como recomienda abiertamente el papa Francisco. Ocultar o eludir el problema, a la espera de su olvido o resolución per se, a la larga resulta nefasto.

Y en relación con la religiosidad popular y el fenómeno cofrade, una de las cuestiones más dañinas es la falta de unidad en los criterios. No resulta muy edificante que usos o costumbres de discutible relevancia sean consentidos y contemplados con naturalidad en unas diócesis mientras que en otras se prohíben de manera expeditiva. Pero, claro, si en asuntos fundamentales como la administración de los sacramentos existen discrepancias de fondo entre parroquias limítrofes, los distintos procederes ante las expresiones populares de la piedad cristiana parecen quedar en anecdótico recetario de respuestas variopintas y curiosas. Es la tónica habitual. Lo malo, por el escándalo que puede acarrear, es que ante problemas que afectan a la normativa, dentro de una misma diócesis, se apliquen distintos raseros. Llamó la atención, por ejemplo, el celo empleado con los dirigentes cofrades de pequeños municipios, como Vitigudino, para asegurar el cumplimiento de los cánones referidos a la vida personal en coherencia con el magisterio, mientras se miraba de perfil ante casos similares bien conocidos, quizás por conveniencia, quizás por temor a un revuelo mediático de imprevisibles consecuencias.

Sorprende más, todavía, el ahínco con el que se obliga a ciertas cofradías a disponer de unos estatutos en concordancia con las nuevas directrices canónicas, y casos recientes hay, frente a la desidia permanente que se da en algunos lugares, como Peñaranda de Bracamonte. A veces uno se pregunta si realmente la ciudad bracamontina forma parte de la diócesis salmanticense, porque a ella no parecen llegar nunca algunas disposiciones. ¿Es de recibo que sus cofradías penitenciales sigan sin disponer de unos estatutos en regla? ¿Se puede entender que nadie haya podido leer los estatutos del organismo aglutinador? El derecho canónico, sencillamente, no rige las cofradías de Peñaranda. Esto no es de ahora, viene de muy atrás pero nadie hace nada por resolverlo. Y por mucho que admitamos el carácter espontáneo de la religiosidad popular y critiquemos lo inadecuado que puede llegar a ser el exceso de normativa, siempre hay unos mínimos que cumplir. Y la existencia de facto de las instituciones cofrades no parece ser, ni ahora ni antes, lo más adecuado.

Tenemos un obispo canonista, ¿no lo sabe? Y su vicario, que pisa más la tierra de la diócesis, ¿qué dice? Y a los curas párrocos, los que han pasado y los que están de paso… ¿les da igual? Pues parece que sí, que no les importa y mejor no menearlo. Dirán que el origen del problema está en las propias cofradías y en la redundante institución que las hermana, sobre todo en sus dirigentes. Y razón no les falta, ahí radica el principio del mal, pero si por la inercia inmovilista estos no hacen nada, para eso está la jerarquía, para orientar primero y para imponer, si llega el caso, aquello que es obligatorio y que a otros se les ha exigido con tanto tesón y denuedo.

La credibilidad se consigue así, aplicando el mismo criterio en lo preceptivo y no tolerando a unos aquello que a otros no se les consiente. La Iglesia, como institución humana, no es perfecta, ya lo sabemos. Pero debe aspirar a serlo y esforzarse por solucionar estos desajustes, porque en la medida que lo consiga hará fructificar mejor su mensaje de esperanza.


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