lunes, 2 de noviembre de 2015

La belleza de un moño

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Montserrat González



02 de noviembre de 2015

Sostiene Erika Bornay en su estudio sobre la cabellera femenina que ningún elemento como el cabello de la mujer ha suscitado mayor número de narraciones orales, escritas y plásticas a lo largo de la historia. Y, en verdad, cuando el tratamiento del  pelo y sus adornos alcanzan la categoría de lo bello, inspiran y alientan a multitud de poetas, literatos  y pintores. Desde Ovidio a los pintores modernistas, pasando por las versiones de Gautier o Baudelaire, la fuerza de sus descripciones y la hermosura de sus interpretaciones ha sido una constante en el campo de la sensibilidad artística. 

Suntuoso y opulento, el cabello femenino estuvo siempre relacionado con una fuerza vital y poderosa que lleva implícita cierta incitación sensual, por eso, desde antiguo y con independencia de los estilos artísticos, la cabellera femenina suelta y descubierta se asoció a una cierta forma de desnudez. Esto planteaba un serio problema a los artistas e iconógrafos cristianos que debían plasmar las imágenes de la Virgen María y las santas mujeres alejadas de ese valor energético y de fertilidad atribuido al cabello. San Pablo, judío de nacimiento y sobre todo de formación, mantiene la tradición hebraica y soluciona el problema con el mandato del uso del velo. Desde entonces, la cabellera abundante suele distinguir a las mujeres de vida licenciosa, como a Magdalena, en recuerdo de su vida pasada.

El siglo XVII, momento especialmente fecundo para la historia de las imágenes y esencialmente mariológico, hizo del velo y la toca la cancela ideal de la cabellera femenina permitiendo su recogimiento con decoro y recato. Este pudor se sostiene principalmente en las imágenes de vestir destinadas al arte procesionario. En ellas tocados de primoroso tul, mantillas de blonda y gasas doradas se conjugan para iluminar el rostro de la Virgen María en sus distintas advocaciones, recogiendo el cabello femenino, aprisionándolo entre encajes y alhajas. La suntuosidad de los vestidos de terciopelo bordado, de cola larguísima como en traje de ceremonia encierra aún más a las imágenes, confinadas en ocasiones en un dosel sostenido por varales de plata. Solo el rostro y las manos, talladas con esmero y cuidado, visibles bajo los complicados atuendos parecen escapar de este encierro, contribuyendo así a la expresividad de las imágenes, que ante todo deben lucir la apariencia propia de quien encarna a la divinidad. 

A menudo, la indumentaria de ricas telas y bordados con las que se revisten las tallas de las vírgenes Dolorosas, los suntuosos mantos, sayas y complicados tocados de la Virgen de la Esperanza o de la Soledad ocultan al espectador detalles de gran delicadeza emocional como las ligeras inclinaciones de cabeza, la dirección de la mirada, la postura de las manos, las finas lágrimas de cristal, las pestañas postizas de pelo natural o la sutileza del cabello primorosamente tallado y recogido en un moño, como el que presenta la Virgen de las Lágrimas que acompaña la imagen del Flagelado de Carmona, desde 1992 cada Miércoles Santo en Salamanca.

Nuestra Señora de las Lágrimas es obra del imaginero gaditano José Miguel Sánchez Peña, ejecutada en 1977, procesionó formando parte de un Calvario de la Hermandad de las Aguas del Oratorio de San Felipe Neri en Cádiz, de forma ocasional. Cuando la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Flagelado contacta con el artista a través del entonces hermano mayor, Fernando Casquero, se elige esta talla de entre las dos propuestas por el artista. 

La Virgen de las Lágrimas es una obra de gran perfección formal y bello dolor, confluyen en ella ecos clásicos de las dolorosas napolitanas que se conservan en Cádiz y los rasgos fisonómicos de las imágenes castellanas en las que María, transida de dolor, levanta su rostro al cielo buscando consuelo para su aflicción. Sus facciones son muy elegantes: el ceño levemente fruncido, la mirada de dolor que transmiten sus bellos ojos pintados y las leves lágrimas de cristal que discurren por su rostro, le otorgan un aspecto melancólico y de asombrosa serenidad contemplativa. Leves quejidos parecen brotar de su boca entreabierta, sus manos abiertas apenas pueden sostener el manípulo con el que enjugar sus lágrimas.

La sensibilidad del artista queda patente en la languidez con la que se talla el cuello de la imagen y la hermosura con la que se labra el cabello en suaves ondulaciones recogidas en un moño a la altura de la nuca, liberando el ovalado rostro de la imagen de cualquier elemento que distraiga de la contemplación de su dolor. Moño que ya estaba presente en el modelo original de barro de 1975 y que aún se puede apreciar en el boceto de escayola que el artista conserva en su estudio gaditano. 

El hermoso tratamiento del cabello y la belleza del rostro sabiamente policromado quedan empequeñecidos por la saya y el manto negro con pedrería también negra excesivamente discretas que componen el atavío de esta imagen. Una simple toca de velo blanco comprime el semblante, confiriendo a la talla un aspecto casi monjil, mitigando su calidad y bella factura. Nuestra Señora de las Lágrimas aparece coronada y ataviada con ricas vestiduras, que enaltecen su belleza, en una fotografía que ilustra el tomo IX de la Historia del Arte en Andalucía. Y verdaderamente la imagen parece otra. 

Desde un punto de vista artístico, consideramos que los atavíos deberían estar al servicio de la imagen, fomentando la emoción en la mirada del que contempla la talla, contribuyendo al recogimiento profundo desde la quietud y la serenidad. Con sencillez, sin artificios pero con la propiedad adecuada al misterio que representan. Y no solo en los momentos del desfile procesional, sino en todas y cada una de las ceremonias en las que participan las imágenes, impulsando su papel evocador y alimentando la devoción en el fiel que contempla su belleza. 


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