jueves, 19 de noviembre de 2015

Marcas de territorio

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Andrés Alén




19 de noviembre de 2015

Asisto, entre escéptico y pasmado, al fuego cruzado de frases, opiniones y artículos con ropajes ensayistas a una guerra encubierta, real aunque del todo incruenta, producida en el centro mismo de la fábrica simbólica de la Semana Santa: su imaginería.

Resulta que, mientras el centro de estas producciones devotas ha sido indiscutiblemente Sevilla, y a pesar de que las manidas reinterpretaciones de la escultura barroca iban cuestionando y debilitando parte de su valía artística, nunca hubo conflicto. Castilla, en los últimos tiempos, siempre quedó al margen y solo el pasado glorioso de sus grandes nombres (Juni, Fernández, hasta Carmona) recordaron una forma de sentir que nunca tuvo asomo de continuidad como oficio, taller o escuela en nuestros días. Sevilla, hegemónica en la hegemónica Andalucía en este último siglo donde la Semana Santa, entre Nacional Catolicismo, intereses culturales, mediáticos y turísticos, ha tenido el mayor crecimiento  de su historia. 

No hay duda de que más allá de que un buen artista puede nacer en cualquier sitio (Goya en Fuendetodos) y que es normal que la mayoría de artistas falleros nazcan en Levante o una buena cuadrilla de costaleros en Sevilla, en lo que toca a imaginería, últimamente ha surgido un foco exitoso e interesante en Córdoba, de la mano de Romero Zafra, Antonio Bernal o Miguel Ángel G. Jurado, que parece amenazar la carga de trabajo del imaginario sevillano, hasta ahora tan sosegado con su consolidada joven plantilla, Navarro Arteaga, Aguado, José María Leal o Fernández Parra, continuadores de los Duarte, Dubé, Miñarro, que siguieron a los Buiza, Bru, Santos, Eslava, Perea, y estos a Susillo, Lastrucci, una potente escuela continua y sostenida; no digo si en alza o en decadencia. 

Así las cosas, han empezado a surgir opiniones, calificaciones y descalificaciones (algo exacerbadas –como la de cierto artículo muy "miarma" en Pasión en Sevilla, "Madera de artista", de López de Paz, no de tanta paz–, contestadas desde la ciudad del califato), a las que se unen también las opiniones de ciertos imagineros, no sé si escultores, generalmente sevillanos. 

Se dice, yo no opino, que Córdoba cultiva un "hiperrealismo" que entra muy bien por los ojos, pero que dista mucho de la religiosidad que se le supone a una imagen devocional. Que ya no se trata de una búsqueda de la belleza, sino de la simple imagen "guapa" (esto de guapa es lo que de siempre se vocea en Sevilla delante de algunas Dolorosas). Que algunos, más que escultores, son sacadores de puntos rodeados de maquinaria y nuevas tecnologías. Que ese pretendido hiperrealismo cordobés no es más que una copia de esa gente guapa a la que se le añaden cuatro lágrimas o sangre en los Cristos.

El foco sevillano quiere representar el canon clásico, eso de la finura, que es muy de por allí. Arteaga, un tanto beligerante, se proclama o se sabe escultor del alma, para transmitir emociones, ya que los imagineros deben ser psicólogos del alma. Buena gana de esperar a que me lo digan, me lo digo yo. Y así. Claro que desde Córdoba se le contraría: "Arteaga es un artista que no transmite emoción alguna, incapaz de conmover y de plasmar la fuerza de una imagen en madera policromada para impactar y dialogar con el creyente" (Ruiz Carrasco).

No debe estar todo tan claro en la nueva ("nueva") imaginería cuando Álvarez Duarte, uno de los más prestigiados, posiblemente el mejor conocedor del oficio tradicional de la talla directa y buenamente culpable de la expansión de los Cristos sevillanos por todo la geografía, preguntado por lo que de esta más le conmueve responde: "En cualquier caso, desde el Cirineo que hizo Sebastián Santos para la Hermandad de Pasión de Sevilla, te aseguro que nadie ha conseguido provocarme el cosquilleo de la emoción con sus obras".

Parecería que toda esta metralla debiera responder a la búsqueda de la verdad, o al menos de la excelencia, pero a mí se me antoja, como casi todas las cuestiones relacionadas con el arte y los movimientos artísticos, una marca de territorios con vocación de instalación de agencias aduaneras, donde cada opinante afectado trata de ocupar la zona centro. Algunas veces el mayor prestigio lo alcanza el silencio.

Para ir acabando, desde Zamora, antiguo reino, la voz autorizada y polémica de Ricardo Flecha escribe en el catálogo-presentación de su Cristo en brazos de la muerte, y desde el polo opuesto: "La imaginería religiosa está siendo una avalancha suicida hacia la insignificancia, cuyo único valor es la belleza. En la vorágine del mundo actual al hombre del futuro le va a ser imposible rezar en el silencio de sus antepasados".

Yo, como en todo este artículo, paso de opinar.


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