lunes, 17 de octubre de 2016

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J. M. Ferreira Cunquero

Palmas del Domingo de Ramos, con los árboles de la plaza de Anaya como telón de fondo | Foto: ssantasalamanca.com

17 de octubre de 2016

Cuando ya media el otoño, por mucho sol que asome tratando de ablandarnos la mollera, toma el mando la heladura, que sazona mejor que el verano los sabios y fecundos mentideros cofrades. Y lo mejor es que comenzarán a expandirse las expectativas que giran en torno a 2017, como fecha que enmarca la hermosa efeméride de los setenta y cinco años andantes de la máxima representación de las cofradías y hermandades salmantinas.

La Junta de Semana Santa, como eje aglutinador del mundo cofrade, ha de entenderse siempre (rija quien rija el condominio) como nexo de unión entre todos nosotros. Esta debe ser razón fundamental para sentirnos orgullosos de todo lo que hemos sido capaces de construir a lo largo de los años, en favor de la religiosidad popular que tanto nos interesa; unos desde los puestos de responsabilidad y otros desde el foro que cobija a todo hijo de vecino o procedencia.

Un cumpleaños que debe recordar a quienes, por haber sido artífices de la salvación de las cofradías en los años complicados de la gran hecatombe sufrida, merecen nuestro recuerdo y el más profundo de los reconocimientos. Un grupo de valientes semanasanteros que fueron capaces, en aquella época tan complicada, de mantener viva la llama cofradiera como testimonio de luz, mientras caminábamos hacia este tiempo que, por mucho que se critique, está siendo fructífero en diversos e importantes aspectos.

Creo que don Froilán y toda su gente, junto a los hermanos mayores y directivos de los años sesenta y principios de los setenta, se merecen el más generoso de nuestros recuerdos. Quienes conocimos aquella época, tristemente tocada por la decadencia más absoluta, tenemos la obligación, cuando menos, de trasmitir (dando testimonio) que aquellos cofrades son los verdaderos héroes que salvaron las cofradías de una catástrofe anunciada, cuando el nacionalcatolicismo agonizaba frente al gran muro de la historia y el tiempo.

Doy por seguro que tan relevante heroicidad tendrá cacho en el amplio programa que debe nutrir cada uno de los meses del tan esperado 17. Pero lo que debe presidir, por encima del acontecimiento, es esa sensación de que todos nosotros, todos, sin excepción alguna, por encima de diferencias y marujeos de poco calado, debemos ser partícipes de algo que es nuestro.

Y no estaría de más (aprovechando el empuje que va a tener el festejo) que comenzásemos a plantearnos, con cierta seriedad, que debemos unirnos sin fisuras ante este tiempo que cobija un anticlericalismo que va tomando posiciones ciertamente peligrosas para los intereses cofrades. Ante esa situación, más que posible, no vale huir hacia el chiringuito junto a los cuatro amiguetes para reforzar esa tontorrona idea de creer que con lo nuestro sobra todo lo demás.

La fecha del 17 debería ser un importante revulsivo para construir con seriedad un proyecto común, en el que todos tengamos la sensación de que la palabra hermandad va más allá de una procesión que, como tentempié semanasantero, solo puede apagar las lumbres del impulso.

Pues eso, que el 17 es todos y todos debemos estar cuando menos en estas vísperas con ganas de dar la talla, lejos de esos corrillos de alcantarilla, que solo sirven para que cuatro alucinados vivan reconcomiéndose mientras rescatan entre sueños el pasado.


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