viernes, 22 de marzo de 2019

'El regreso del hijo pródigo' de Rembrandt

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Tomás Gil Rodrigo

El regreso del hijo pródigo de Rembrandt

22 de marzo de 2019

Hace casi cinco años pude contemplar por primera vez este famoso cuadro de Rembrandt en el Hermitage de San Petersburgo. El tema evangélico representado, a través de ese tratamiento de la luz, los colores ocres y cálidos, y los empastes característicos del maestro, consiguieron emocionarme y me adentraron en la belleza de la misericordia de Dios. Como ya estamos cerca de la Semana Santa, de la noche santa de la Vigilia Pascual, donde vamos a renovar nuestra vida de hijos de Dios desde su gran misericordia, que es la muerte y resurrección de su Hijo, os ofrezco un sencillo comentario de esta pintura, como preparación cuaresmal que nos anime a acercarnos al sacramento de la reconciliación.

Rembrandt pintó El regreso del Hijo Pródigo en los últimos años de su vida, seguramente fue una de sus últimas obras, que guardó en su taller hasta su muerte en 1669. El lienzo fue adquirido un siglo después, en 1766, por Catalina la Grande para el palacio del Hermitage de San Petersburgo, donde actualmente lo podemos contemplar junto con otras obras del pintor holandés. Posiblemente la zarina lo compró en París a los descendientes de Charles Colbert, ministro de exteriores del rey Luis XIV, el cual lo adquirió en una de su muchas misiones diplomáticas en los Países Bajos.

El regreso del hijo pródigo es una obra que resume la temática, el estilo y la vida del pintor. Estamos ante ante una de las más monumentales pinturas religiosas de Rembrandt, algunos especialistas la denominan su testamento espiritual al mundo. Evidentemente hay que considerar esta obra como un cuadro de temática histórico-bíblica. Con todo, lo que diferencia su última versión de las demás es que evita la narración literal del texto y las muestras de afecto que banalicen la escena con el sentimentalismo, Rembrandt invierte aquí toda su experiencia creativa y su experiencia de vida, para concentrarse en el acto de perdón del anciano padre, busca que su amor y compasión, su misericordia, lo iluminen todo.

Este lienzo es una interpretación pictórica de la parábola evangélica del hijo pródigo que se encuentra en el capítulo quince de San Lucas (cf. Lc. 15, 11-32), en la cual el menor de dos hermanos, después de pedir a su padre la parte de la herencia que le correspondía y de haberla derrochado, llevando una vida descarriada lejos del hogar, se presenta ante él arrepentido y recibe su amoroso perdón. Aparecen en total seis personajes retratados, cuatro masculinos y dos femeninos, en un espacio sombrío y casi inapreciable, que tiene sus líneas de fuga dirigidas al anciano padre y al hijo pródigo, centro de nuestra atención, pero desplazados asimétricamente a un lado para dar sensación de movimiento a la imagen. Bajo el gran portal de la casa y sobre un estrado se perfila a los dos protagonistas y a la vez les da un aire de misterio, además son colocados a un tercio de la altura del cuadro, según corresponde a la ley de sección áurea, que desde la antigüedad es utilizada por los artistas para expresar sus más altas creaciones.

En un primer plano, el personaje más cercano al espectador le da la espalda, es un joven arrodillado y recostando su cabeza, ligeramente girada a la derecha, sobre el regazo y corazón de un anciano, su padre. Los pies del joven reflejan la historia de un viaje que ha sido duro y humillante: el pie izquierdo, fuera del calzado, muestra una herida cicatrizada, al mismo tiempo que la sandalia del pie derecho está rota. La ropa son harapos de color amarillento y marrón, casi transparentes, que dejan entrever su cuerpo desnudo, y el personaje ha sido representado con la cabeza rapada. Sin embargo, aún le queda un objeto de valor, lleva ceñida a la cintura una pequeña espada atada a una soga.

De frente figura el padre, inclinado sobre su hijo le abraza, posando las manos sobre su espalda. Las vestiduras del anciano están cubiertas por un manto rojo y por debajo de este asoman las mangas de una túnica de color ocre con reflejos de un dorado verdoso, son las ropas de un hombre rico que contrastan con los harapos de su joven hijo. La luz inunda el rostro del padre, que, aunque esté casi ciego, dirige la mirada hacia abajo, mientras con un ojo mira al hijo y con el otro se pierde en sus pensamientos, ya que es un padre amoroso y sabio. El núcleo de la escena reside, sin duda alguna, en el gesto de sus manos, representadas de forma distinta. Así pues, la mano izquierda es más grande y fuerte, se apoya con firmeza y mayor vigor sobre el hombro del muchacho, y la mano derecha, más pequeña y fina, lo hace con delicadeza.

A la derecha del grupo anterior se sitúa el hermano mayor. Existe un parecido exterior entre este y su padre, tanto por la barba como por sus atuendos, especialmente la capa roja que cubre la túnica. Es un hombre alto, mejor dicho altivo, de postura señorial y rígida, lo cual queda más resaltado con el bastón que sujeta entre sus manos, que se parece a una vara de medir o una regla. Pretende alejarse de su hermano y ante lo que hace su padre con él, no puede evitar fruncir el ceño, mira distante desde lo alto, clavando sus ojos sobre su padre y su hermano, enjuiciando a ambos.

Todos los rasgos y colores de esta pintura adquieren un sentido simbólico, ya que Rembrandt interpreta con solemnidad lo que es la misericordia de Dios desde el Evangelio de Jesucristo, no se detiene en la letra de la parábola, sino que quiere que entremos en su espíritu. El centro no es el arrepentimiento del pecador arrodillado, ni la penitencia que le exige el hijo que se cree bueno, sino la misericordia de Dios, que se ha hecho visible por medio del Hijo de Dios y se nos ofrece como don y tarea. Por encima de que haya arrepentimiento o se cumpla la penitencia que demuestre la conversión del pecador, está la misericordia de Dios. Por eso, Rembrandt despoja su obra de toda anécdota y el padre se convierte en el protagonista absoluto, que con su abrazo absorbe el pecado de todos, el del hijo pequeño y también del mayor. La maestría con la que el autor ha captado y reflejado el alma de los personajes, consigue que en ellos podamos descubrirlo.

El auténtico protagonista del cuadro es el padre, y su rostro es el único que se muestra iluminado e íntegro. Es muy significativo que Rembrandt eligiera un anciano casi ciego para comunicar el amor de Dios. Ya que Dios mira en profundidad, sin dejarse llevar por las apariencias, el mirar de Dios es amor. Las manos del padre se convierten en el centro de este óleo del Museo del Hermitage. En las manos del padre se concentra toda la luz, clave pictórica y espiritual del cuadro, a ellas se dirigen todas las miradas, en ellas la misericordia se hace luz y carne. Aunque estemos ante una figura patriarcal, hay algo de maternal en este padre que se inclina a estrechar sobre su regazo a su hijo. Incluso su mano derecha, fina y elegante, parece la de una madre que acaricia, mientras que la rugosa y firme mano izquierda se asemeja más a la de un padre que protege. Así, maternidad y paternidad se convierten en un solo gesto de bendición y de sanación. La imagen de Dios es representada por Rembrandt a través de estas manos, donde la justicia y la misericordia se unen.

Solo desde Jesús puede ser comprendida y contemplada la parábola y el cuadro: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo" (Lc. 6, 36).  El lienzo no solo muestra un perdón sin límites, también constituye una prueba de que los hijos son herederos, y por tanto, son llamados a ser sucesores del padre. El cuadro es una invitación a entrar en el lugar del Padre, gracias al Hijo de Dios, que nos ha hecho hijos por adopción y también sus herederos (cf. Rom. 8, 17). Solo desde Él es posible en nosotros la misericordia de Dios, ofreciendo sus mismas manos abiertas, de misericordia y justicia, con los hermanos, los pobres y el mundo.


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