lunes, 6 de mayo de 2019

Hiperestesia cofrade

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Paulino Fernández

Congregantes de Jesús Nazareno desfilan por el centro de la calzada en la Plaza del Mercado | Foto: Pablo de la Peña

06 de mayo de 2019

Finalizada la Semana Santa, los sentimientos y las emociones afloran. Y no solo por la alegría de la Pascua, que también, sino por los recuerdos y sensaciones que reverberan en nuestra mente y nuestro sentir.

Para mí, como para otros muchos cofrades, la importancia de la Semana Santa, hablando en su vertiente "cofrade", no radica en la definición secular que se le atribuye. En efecto, no comparto para nada el apellido que nos han dado, y que ahora hemos de exponer una y otra vez como si alguna puerta abriese, que nos intitula de "Fiesta de interés turístico internacional". Y, para que quede claro, el presente no va a ser un artículo "turismófobo" que venga a culpar al de fuera de los fallos propios que podemos encontrar en nuestra Pasión.

La Semana Santa, en su vertiente "cofrade", no es una fiesta. Ni debe ser una celebración que se vista única y exclusivamente para quien desde las aceras nos acompaña, ya sea con la intención de compartir esta forma de anunciar y expresar nuestra fe o con la de observar con interés antropológico, casi morboso, nuestros ritos. La Semana Santa no puede limitarse a vivir de puertas para afuera. No podemos congratularnos mutuamente en que el tiempo nos ha respetado y que, por consiguiente, esto ha sido la catarsis procesional. No hemos de quedarnos en el anecdótico dato de que las aceras estaban llenas de propios y extraños.

La Semana Santa es fe. Sin esta no se puede entender aquella, ni puede celebrarse. Pero, a mayores, presenta una serie de rasgos particulares que nos permiten vivir nuestra creencia también desde el ámbito procesional. Y si no cuidamos estos, si los dejamos de lado, corremos el riesgo de perder este modo de expresar y sentir la piedad popular.

Y uno de estos elementos propios es, sin lugar a dudas, nuestros sentimientos. Porque esta Semana de Pasión, a menudo, está ligada con una serie de componentes que nos pueden parecer periféricos y que, sin embargo, presentan un rol más central del que somos capaces de imaginar. Así, la Semana Santa es capaz de evocarnos la infancia, la niñez, esa fe que empieza a dar sus primeros pasos en la procesión de la Borriquilla, simplemente con el siempre antiguo y siempre nuevo olor de las palmas. Nos hace emocionar cuando, recordando a quienes nos precedieron en el camino al Padre, vemos a una nueva generación de cofrades que, con orgullo, portan en su primer desfile procesional la medalla que vistió su bisabuelo. Nos transporta a momentos felices, o incluso tristes, en los que acudimos a dar gracias o a buscar consuelo rezando al Señor o a su Santísima Madre, usando cualquiera de sus advocaciones como apoyo. Son todos estos sentimientos los que nos acompañan cada vez que, en la introspección penitente de nuestro capirote, salimos a la calle acompañando a nuestros amantísimos titulares.

Cuando sepamos conjugar, desde las hermandades, toda esta mezcla de emociones y les sepamos dar cabida en nuestro seno, recuperaremos ese sentimiento de unidad, que no de uniformidad, que debe reinar en nuestras corporaciones. Antes de vivir de puertas para fuera, cuidemos la vida interna nuestras asociaciones públicas de fieles. Y ello solo se consigue atendiendo a nuestros hermanos.


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