lunes, 3 de febrero de 2020

La procesión de las candelas

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P. José Anido Rodríguez, O. de M.

Procesión de las candelas ya en el interior de la iglesia de Fátima | Foto: Óscar García

03 de febrero de 2020

Este domingo pasado, dos de febrero, celebraba la Iglesia la fiesta de la Presentación de Nuestro Señor Jesucristo o, según su nombre tradicional, de la Purificación de la Santísima Virgen María, la Virgen de la Candelaria. Esta celebración, de gran devoción, cuenta con una particularidad litúrgica: la procesión con velas encendidas al comienzo de la Eucaristía. No son muchas las procesiones que aparecen recogidas en el texto del misal actual (en la forma extraordinaria hay alguna más y otras aparecen descritas en el Ritual Romano): Domingo de Ramos, Corpus Christi y esta de la Presentación (dejamos fuera las que pertenecen propiamente al desarrollo de la misa o de los oficios litúrgicos del Triduo Pascual). Por esta característica, las cofradías y hermandades deberíamos cuidarlas con especial cariño.

El origen de esta celebración no está claro. Desde antiguo hay una línea que sostiene que la procesión de luz es la cristianización de unos antiguos ritos paganos por parte de los sumos pontífices en Roma. No sería de extrañar que ante una procesión con antorchas para honrar las antiguas creencias, los papas hubieran optado por integrarla en una celebración cristiana y darle un nuevo sentido. Otros, por el contrario, recogen un origen jerosolimitano de la procesión de las velas, desde donde habría llegado a la ciudad eterna y a nuestra liturgia.

En cualquier caso, este rito recuerda la entrada de la Sagrada Familia en el templo de Jerusalén para cumplir los ritos que prescribía la ley de Moisés. Por una parte, los primogénitos judíos debían ser rescatados con una ofrenda en el templo, por otra, las mujeres debían realizar también la purificación tras haber dado a luz. El hecho aparece narrado en el Evangelio de Lucas (2,22-39). Al entrar en el recinto sagrado se encuentran con dos ancianos que estaban esperando la llegada del Mesías: la profetisa Ana y el anciano Simeón. Es este el que tomando en sus brazos al niño proclama el Nunc dimittis, un himno que da cuenta de cómo Dios ha cumplido la promesa que le había hecho. Este canto proclama a Jesús, luz para alumbrar a las naciones. Ese niño es la luz verdadera, la luz que vence nuestras tinieblas de pecado y de muerte. Por eso es tan hermoso el gesto de la procesión de las candelas: en medio del invierno, la luz de la salvación, que todos hemos recibido en el bautismo, ilumina nuestro caminar y el templo donde nos vamos a encontrar con el Señor mismo, como Ana y Simeón.

La procesión debería comenzar no en la misma iglesia a la que se vuelve, como estamos acostumbrados a hacer, sino que, en la medida de lo posible, se debería intentar realizar los ritos de la bendición de las candelas fuera de la iglesia en la que se va a celebrar la Eucaristía. El tránsito de un templo a otro tiene un sentido de peregrinación que es bueno mantener. Antes de comenzar la procesión, tiene lugar la bendición y distribución de las velas. Es muy interesante un cambio que ha tenido lugar al pasar de los siglos: en origen el color litúrgico de la bendición y procesión era el negro; después el morado. Tenía un sentido penitencial. Desde la reforma litúrgica de 1962 –y ya en la actual forma ordinaria–, el color litúrgico pasa a ser el blanco, como en la misa subsiguiente, marcando el tono festivo de la celebración del día. Comenzada la procesión, el misal nos propone cantar dos antífonas de acuerdo con el sentido de la fiesta: las propias palabras del anciano Simeón con el pueblo respondiendo Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel; y un texto de san Juan Damasceno, uno de los pocos textos que la liturgia romana ha tomado de oriente. Con estos cantos, el pueblo y el sacerdote entran en la iglesia iluminándola con las candelas, del mismo modo en que Cristo, Hijo eterno del eterno Padre, Luz de Luz, iluminó el templo de Jerusalén al entrar en él. Para marcar más este significado, con anterioridad al siglo XVI, en algunas zonas, el sacerdote tomaba en sus manos una imagen del Niño Jesús en el momento de entrar en la iglesia. Terminada la procesión, la liturgia continúa con la celebración acostumbrada de la eucaristía. Antiguamente las rúbricas indicaban que las velas debían permanecer encendidas hasta la comunión.

Vemos cómo esta procesión tiene un sentido profundo ligado a la liturgia de ese día, la pone en valor y nos prepara para celebrar en ella. Y siendo así, cabría preguntarse, ¿en cuántas iglesias hemos celebrado la procesión de las candelas como es debido? Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo es la tendencia que tenemos a sacarnos "signos" o "elementos" de la chistera e ignorar las propuestas que la liturgia y la tradición nos hacen. No estaría de más estudiar más a fondo los textos del misal y de los rituales para celebrar con la riqueza que la Iglesia a través de ellos nos ofrece, sin estar descubriendo la pólvora a cada paso, costumbre está muy de moda entre cierto clero formado en el postconcilio. Esperemos que la recuperación de la tradición por nuestras hermandades y cofradías nos lleve a valorar adecuadamente el patrimonio de fe y liturgia que hemos heredado.


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