viernes, 25 de junio de 2021

Las hijas de María

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F. Javier Blázquez


Las hijas de María, de Darío Regoyos (1981)

25-06-2021

Ha habido varios momentos, a lo largo de su historia, en los que las procesiones han sido consideradas como una expresión de la España más oscurantista y decadente. Al avanzar el siglo XVIII, con las ideas ilustradas, arreciaron los primeros ataques contra nuestra manifestación religiosa más genuinamente popular. Lo mismo podríamos decir cien años después. Cuando en pleno rearme del catolicismo tras los años de anticlericalismo liberal la Iglesia promueve, con algún dejo de ñoñería, muchos de los actos piadosos que se perdían, los progresistas del momento, partidarios de la europeización y la ciencia, arremeten con todas sus fuerzas contra todo aquello que consideraban reaccionario y suponía un lastre para la modernización de España. También se dijo lo mismo en los tiempos del desarrollismo franquista, con críticas furibundas surgidas en su mayoría del sector clerical más entusiastamente conciliar. Hoy en día también hay quien dispara. Desde dentro y desde fuera.

Escritores y artistas del momento han reflejado de múltiples maneras esta concepción negativa de los desfiles procesionales. La genialidad de Goya nos deja varias pinturas y dibujos en los que, sin piedad alguna, muestra su aversión por penitencias y penitentes. El Padre Isla, en su Fray Gerundio, también se emplea a fondo en este sentido, lo mismo que el renegado Blanco White. Pero si hay un momento brillante en el tratamiento desde el arte de las procesiones, con sentido crítico, ese es el tránsito del XIX al XX. Hay infinidad de obras en las que los artistas se acercan de esta forma al desfile procesional. Zuloaga , Gutiérrez Solana, Darío Regoyos y otros muchos abordan este tema a medio camino entre la defensa de la tradición noventayochista, la sátira más cruda y una censura inapelable.

Hemos tomado, para ilustrar esta columna de final de curso, un cuadro poco conocido de Regoyos, Las hijas de María mirando la procesión, pintado en 1891. En él podemos contemplar el regreso de una procesión de Semana Santa, a su entrada en el templo. Las formas toscas y ancestrales, los colores sombríos, la luz plomiza, la ausencia de rostros la desconexión de la realidad, la mole pétrea de granito que engulle al pueblo contrito que sigue la cruz… Son símbolos y símbolos de una España monolítica y alejada del progreso. Así es como entendían las procesiones estos autores del medio siglo seccionado por el cambio de milenio.

Regoyos acuñó, incluso, el concepto «la España negra». La fama se la llevó Gutiérrez Solana veinte años después, pero ya en 1898 Regoyos presenta con este título una traducción bastante libre de las impresiones que recogió su amigo Èmile Verhaeren, poeta belga, en el viaje que ambos realizaron por el interior, buscando esa España profunda y atrasada, desconocedora del signo que ya permeaba los nuevos tiempos. Y en esa obra incluye varios grabados con esta temática tan cultivada por él en su etapa finisecular. La religión y las procesiones, evidentemente, están muy presentes.

La identificación de estas celebraciones con lo peor de nuestro pasado es algo que aflora cíclicamente. A veces con un sentido crítico que es de agradecer. El arte y la literatura necesariamente deben ser críticos, porque de ellos aprendemos. Quizás ahora, esa asimilación de la religiosidad popular con la historia más negra de España vaya en otra línea, para nada creativa ni con la finalidad de construir algo mejor. Surge con un propósito más visceral, en la línea de los odios atávicos que tanto daño nos hicieron en el pasado. Es un tema interesante sobre el que nos gustaría reflexionar. Pero eso queda para otro artículo.

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