viernes, 7 de octubre de 2022

La Paz, la gran tarea pendiente

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Alberto López Herrero

Una niña siria reza en los salesianos de Alepo | Foto: Alberto López Herrero
07-10-2022 

Es triste que solo conozcamos el verdadero significado de la Paz, de la Justicia, del Amor, de la Solidaridad o de la Felicidad cuando experimentamos su ausencia.

Por eso, cuando me invitaron a realizar la Proclama por la Paz de este año, además de no poder negarme, muchas imágenes me vinieron a la cabeza. La responsabilidad era cómo poder verbalizar lo que había aprendido sobre la paz en los últimos años y aportar la experiencia de mis viajes con Misiones Salesianas a países en conflicto o con cicatrices recientes de guerra como Sierra Leona, Colombia, Siria, Angola, México, Sudán del Sur y, este año, la frontera con Ucrania.

Pero, sobre todo, quería transmitir los testimonios extraordinarios de jóvenes que son auténticos embajadores de la paz sin saberlo, hablar de cristianos perseguidos por su fe pero que se sienten orgullosos de portar la cruz, de misioneros que no pueden hablar de Dios para no ir a la cárcel pero que siembran paz con su actitud y sus gestos y, por encima de todo, del convencimiento de que la PAZ, con mayúsculas, es posible si empieza por uno mismo.

Una frase de Gervasio Sánchez, fotoperiodista que ha cubierto decenas de conflictos armados por todo el mundo, es el punto de partida de la proclama: “La paz no comienza con la fecha que marca la Wikipedia”, porque la paz es muchísimo más que el cese de los disparos y la ausencia de guerra.

La paz, decía santa Teresa de Calcuta, empieza con una sonrisa… pero comienza, sobre todo, con mirar a los ojos y con el perdón, porque sin perdón no hay reencuentro, sin reencuentro no puede haber diálogo ni negociación, sin estas es imposible el entendimiento y la reconciliación, y sin reconciliación es imposible la sanación de las heridas, físicas y del alma, la superación de los traumas y, por tanto, no se puede exigir justicia, porque la paz también es justicia.

En el mundo hay, en la actualidad, un centenar de conflictos armados, aunque solo unos cuantos nos suenen: Ucrania, Etiopía, Siria, Sudán del Sur… La única certeza que tenemos es que la guerra representa siempre una derrota para la humanidad y un fracaso, así que la pregunta, por tanto, es por qué siguen existiendo las guerras si todos constatamos que dejan un mundo peor que antes de los conflictos.

Quienes sufren a diario situaciones de dolor, de injusticia, de mentira y de persecución, pero a gran escala, son los millones de cristianos en el mundo que no pueden expresar su fe, que son vilipendiados, estigmatizados, atacados y expulsados de sus lugares de residencia por ser los rostros vivos de Cristo, auténticos mártires del siglo XXI.

Más de 350 millones de cristianos en el mundo sufren en la actualidad persecución en distintos grados. Desde impedirles participar en los cultos religiosos, pasando por no poder hablar de Dios en público, hasta llegar a tener prohibido mostrar el signo de la cruz.

Los misioneros salesianos en estos países cuentan que no pueden hablar de Dios para no ir a la cárcel o ser expulsados del país, pero quieren estar al lado de la población que sufre y muestran la identidad cristiana con la presencia, la alegría, la familiaridad, un saludo, la escucha, una sonrisa, un gesto amable… que sirven muchas veces como germen de paz, de respeto y generan admiración entre las personas que practican otras confesiones religiosas.

La encíclica del Papa Francisco Fratelli Tutti, sobre la fraternidad y la amistad social, que acaba de cumplir dos años, reivindica que en el mundo hacen falta caminos de paz para cicatrizar las heridas. Que se necesitan pacificadores, que no héroes, es decir, hombres y mujeres preparados para trabajar con coraje y creatividad con el fin de poner en marcha procesos de sanación y de reencuentro.

Por tanto, nuestra actitud diaria de tender puentes de diálogo y de entendimiento, de no juzgar y de ser constructores de paz puede suponer un fermento de cambio en las actuaciones colectivas. Tal vez por eso me gusta mucho la metáfora de la levadura, utilizada en el Evangelio para hablar del Reino de Dios. Seamos, por tanto, levadura, también como metáfora de paz, un elemento vivo que, utilizado en muy poca cantidad es capaz transformar el resto de ingredientes hasta conseguir que, por ejemplo, la harina, el agua y la sal se conviertan en pan.

San Francisco decía que “la paz que proclamáis con la boca debéis tenerla desbordante en vuestros corazones, de tal manera que por vuestra paz y mansedumbre invitéis a todos a la paz y a la benignidad”.

Y esa es la tarea que tenemos todos: construir paz en este momento tan convulso en el que la espiritualidad se ve banalizada y se pierde entre el consumismo, la crisis de valores y la superficialidad e inmediatez para todo lo que nos propone e impone la sociedad.

 

 

 

 

 

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