miércoles, 17 de mayo de 2023

Anunciamos tu muerte, ¿proclamamos tu resurrección?

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 Paulino Fernández

Foto: Paulino Fernández

17-05-2023

La Semana Santa, un año más, pasó. Un tiempo espectacular acompañó. Un pleno de salidas y actos procesionales. Y eso, como siempre, es signo de alegría, gozo y chanza. Una catarsis procesional de fotos, vídeos, visitas y turisteo en las calles que se llenaron al paso de las cofradías ‒al menos por la zona centro‒ es el signo indiscutible de que la Semana Santa está en un clímax envidiable y sin agotamiento, ¿no?

Pues lo cierto es que, a pesar de no coincidir con la opinión pública, la Semana Santa de Salamanca lleva años anunciando una extenuación cada vez más absoluta y que conducirá, si entre todos no ponemos de nuestra parte, a una muerte anunciada. Eso sí, parece que si la muerte es fotografiada y grabada desde las aceras, llegando a los diversos lugares del mundo del que proceden nuestros visitantes, no habrá nada que objetar.

Son múltiples los signos de sufrimiento que podemos encontrar en una Semana Santa que languidece día a día. Claro que hay hermandades que, de una manera u otra, parecen sobreponerse. Sin embargo, el estado general es negativo.

Y ello, para sorpresa de muchos, no es culpa de que los hermanos carguen con costales o que lo hagan con hombros. Tampoco es culpa de que los espectadores aplaudan en salidas, entradas, levantadas o cuando crean. No podemos tratar de poner puertas al campo, de la misma manera que no podemos impedir a un señor venido de Australia que, desde la emoción que le produce ver la salida, se arranque a aplaudir. Y desde luego eso puede molestar a muchos, pero no rompe la estética ni la interioridad que se propone. Que no, no nos empeñemos en juzgar un síntoma como la enfermedad en sí. Es como estar ante un ictus y señalar que el paciente sufre un mero dolor de cabeza, pautando aspirinas. O como estar ante un alumno que repite y pedir que se aplique algo más por las tardes: parches para síntomas y no curas para la enfermedad.

El problema de la Semana Santa, al menos en mi humilde opinión, nace de la completa separación de la fe que se predica. El culmen de la fe cristiana no es la Pasión y Muerte, sino la Resurrección. Por su muerte, Cristo destruyó el pecado. Con su resurrección, venció a la muerte. En este sentido, el hecho de la muerte viene sucedido por el de la resurrección; que es lo capital en nuestra fe. Como dice san Pablo en su Primera Carta a los Corintios: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe».

Así las cosas, hemos de plantearnos, ¿cómo viven y expresan nuestras asociaciones públicas de fieles el hecho de la Resurrección? ¿Cómo se transmite a los hermanos la alegría de la Pascua? La mayoría de hermandades duerme el sueño de los justos hasta que en Navidades se animan a hacer algo. O, incluso, directamente, reaparecen el Miércoles de Ceniza. Otras, por su parte, se retroalimentan y martirizan, una y otra vez, en el recuerdo de la Semana Santa pasada sin dejar avanzar su camino al encuentro con el Señor Resucitado. En definitiva, llegados al misterio de nuestra fe, las hermandades se desentienden del acompañamiento de sus hermanos. Y en el momento en el que la Semana Santa se desvincula de la fe, la Semana Santa queda desnaturalizada y reducida a un mero constructo socio-antropológico que carece de sentido trascendente. Y, como decía en Teleprocesiones,¿dígame?, la reducción al convencionalismo social hace colapsar la Semana Santa en sí. Sin un sentido trascendente, las hermandades solo buscarán la estética en la calle. Y ello conllevará que desaparezcan o se reduzcan las expresiones propias de nuestra tradición cercana. Y en caso de querer mantenerlas, se hará a costa de una impostación vacía que tornará por resultar insostenible en un mundo en el que lo que manda es el espectador a pie de calle, los vídeos del YouTube y el jolgorio jacarandoso desaforado en las stories de Instagram.

Lo que vemos en las procesiones, si hacemos una mirada crítica, no es sino el resultado de estudiar la Semana Santa desde el punto meramente social, dejando de lado el aspecto creyente. El arrinconamiento de la fe da lugar a la destrucción de la Semana Santa como tal. Y por ello encontramos lo que encontramos: procesiones sin cortejo, desfiles más preocupados por contentar al público que por cuidar la expresión de fe de sus hermanos y corporaciones que dan tumbos de un estilo a otro tratando de descubrirse a sí mismas.

Como dice monseñor Gil Tamayo: «La presencia pública de las hermandades y cofradías tiene que tener una motivación religiosa, no es una exposición o museo al aire libre». Es decir, queridos garantes de lo nuestro, la enfermedad que está matando nuestra Semana Santa es la desvinculación con lo religioso, que le es propio. La proliferación de los sacos de arpillera que tanto duelen ‒benditos sean si ayudan a que algunos se acerquen al Señor‒, la escasa presencia de cirios en otras procesiones y hasta los pasos en casa, no son más que síntomas de una enfermedad que no tratamos porque nos entretenemos comentando otras cuestiones. O empezamos a preocuparnos por la enfermedad, en lugar de hacer un tratamiento sintomático, o la muerte nos llegará por un lado u otro.

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