lunes, 27 de abril de 2015

Algunos curas buenos

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F. Javier Blázquez

Jorge, Pedro, Tomás, Poli o Tomás, algunos de los curas más cercanos a las hermandades salmantinas

27 de abril de 2015

Hoy, igual que ayer y siempre, la credibilidad de la Iglesia acaba siendo sostenida por sus santos. Unos santos que mayoritariamente no están en los altares y, por regla general, los encontramos más cerca de la base que de la jerarquía. Con los curas, que por su ministerio deberían estar especialmente llamados a engrosar el santoral, parece suceder lo mismo. Al menos es la impresión que uno tiene, que su santidad, o al menos su humanidad, se incrementa hacia la base. Ahí está el ejemplo de hace unos días. Todos nos hemos alegrado y reconocido la justicia que se ha hecho con un cura de a pie, Antonio Romo, al concederle el premio a los Valores Humanos de la Junta de Castilla y León.

Pero la naturaleza humana es como es y tiende a fijarse en lo negativo más que en lo bueno. Al ser lo que nos incomoda, a veces indigna, deja en el ánimo una resonancia más prolongada y lo recordamos con mayor facilidad. Y, ciertamente, no debería ser así. Mi querido y admirado Fructuoso Mangas, hombre íntegro y cabal además de pastor querido por su grey, me lo ha recordado en varias ocasiones al abordar la cuestión de las cofradías. Y tiene toda la razón. Porque al mundo cofrade también han llegado muy buenos curas. De hecho, en Salamanca, durante los últimos tiempos son los más. Está claro que al tratarse del nivel básico, el de la religiosidad popular, y causar cierto repelús esta tarea entre quienes acostumbran a pasear sobre la moqueta, los que se comprometen lo hacen con cariño y dedicación. Y a pesar de ello, deben soportar desidias, incomprensiones y hasta desaires por parte de los cofrades. Tenemos que reconocerlo, porque es así. Este mundo es harto complicado y los cofrades nunca hemos sido la élite de la militancia cristiana y damos mucho que padecer.

Por ello es necesario hacer autocrítica. Todos, comenzando por quien escribe, denunciamos el desinterés, los malos modos y la cara de vinagre que a pesar de la andanada papal muchos presbíteros son incapaces de evitar cuando aparece el cofrade. Nos quejamos y con razón, porque sucede, nos molesta y, como hijos de la Iglesia, aunque no seamos los mejores, tenemos derecho a otro trato. Es cierto. Pero hay que saber ponerse del otro lado y admitir que entre nosotros predominan los buenos consiliarios, pastores conscientes de su misión, entregados a ella y pacientes en la espera de una cosecha que tarda en madurar. Esa es la realidad.

Por fortuna, en nuestras cofradías encontramos curas de muy buena pasta. A modo de ejemplo, y sin entrar en clasificaciones, ahí van algunos nombres e impresiones, un poco a vuela pluma, sobre quienes me son más cercanos. Por supuesto que hay otros, pero este texto no es un estudio, tampoco un reportaje, sino un artículo de opinión permeado por la subjetividad inherente al género.

Cabe el río nos encontramos al padre Tomás, carmelita. Un hombre de los que rompen y dice las cosas a la cara con claridad, sin los circunloquios clericales de cuando comienza el olor a chamusquina, y que se parte el pecho por defender a su cofradía de La oración en el huerto. Mal visto por algunos, quizás porque lleva los zapatos sucios al haber pisado en exceso el barro de los arrabales de Buenos Aires, quizás porque con él encuentras un tipo íntegro con el que puedes hablar de tú a tú, qué sé yo, el caso es que los suyos le quieren y cuando habla del amor al prójimo tiene credibilidad.

Jorge es otro cura de una pieza y se mueve por los Pizarrales. Pasó por Cáritas y conoció de primera mano las necesidades perentorias del hombre. Y esto sí que imprime carácter. No falla nunca, porque la calle marca de verdad y en Pizarrales sigue habiendo mal asfalto. Su actitud en la procesión es un acto de servicio, lo mismo que el gobierno de la parroquia. Va en la procesión sin capa pluvial y no ocupa la presidencia, porque se queda a cerrar la puerta. Luego sigue el cortejo hasta que puede, por si tiene que echar una mano. ¿Quién decía que el Silencio sale sin cura? Posiblemente esto no sea lo ortodoxo y no seré yo quien se lo discuta a los canonistas. Pero signos de este tipo son los que convencen a muchos al descubrir que el lavatorio de los pies va más allá de la celebración del jueves santo.

En Ledesma sigue Emilio, aun es joven, para demostrar que la bondad también puede ser posible detrás del alzacuellos. Hace las cosas como Dios manda, y nunca mejor dicho, porque no es de los que escurren el bulto. Seguramente que esta es la razón por la que allana los obstáculos, simplifica los problemas, ahonda en el sentido de la religiosidad popular y la sabe unir en armonía a la vida parroquial. Con él todo parece ser más sencillo, como el texto del evangelio, que todo el mundo entiende hasta que teólogos y jerarcas se empeñan en interpretar.  Ay, si hubiera más así.

Por el Campo de San Francisco se dejó caer un salesiano. A él le llaman don Pedro, porque los de la Vera Cruz guardan mucho las formas, que para eso son los más antiguos. Uno se pregunta qué hace un cura químico, lo mismo que el papa, complicándose la vida para asistir a una cofradía. Es la vocación. El aula se le queda chica y sale a los otros areópagos, porque sabe que le necesitan y no le espantan las adversidades. Y ahí sigue, fiel a los suyos, con gusto. Hay más. Como el otro padre Tomás, reparador, todo simpatía y disponibilidad para atender a los cofrades del Yacente. O Poli con la Universitaria, solo ante el peligro, hace lo que puede y más. Solo se puede añadir: Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor.

Ahí están estos curas, junto a otros, para demostrar que el sacerdocio es ante todo una actitud de servicio a Dios y a los hombres. Curas que apestan a oveja, que entregan el zurrón y la sangre porque han leído la Palabra y creen de verdad en Jesús de Nazaret. Curas muy distintos entre sí, aunque sabedores todos de que el rebaño también se pastorea en la periferia. Con ellos es más fácil descubrir a Dios y retenerlo cuando ya se hizo su experiencia. Con ellos es posible descubrir el rostro de Cristo en el del hermano que sufre. En ellos son creíbles y alcanzan sentido pleno el evangelio y la propia Iglesia. No es nuevo, es la historia de siempre, que sigue y sigue con esos hombres abnegados que sin esperar nada a cambio entierran años y energías en tareas cuyo fruto solo Dios sabe cuándo se recogerá. Pero siembran, sin que lo demás pueda importar. Por eso su testimonio es veraz y el edificio de la Iglesia, con demasiadas grietas en las plantas altas, conserva todavía la solidez de los cimientos.


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