lunes, 9 de mayo de 2016

De la idoneidad

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F. Javier Blázquez

Cristo Yacente de la Misericordia, una virtud que el Papa Francisco anima a ejercitar | Fotografía: Roberto Haro

09 de mayo de 2016

Cuando de asuntos delicados se trata no resulta nada fácil deslindar el análisis objetivo de la opinión personal o incluso, aunque no haya voluntad, de la demagogia. Reconozco que las cosas no son tan sencillas como a primera vista pudiera parecer, que manifestarse sin disponer de toda la información puede resultar temerario y que quien decide tiene una responsabilidad en la que cabe la equivocación y queda expuesto a las más distintas interpretaciones. Pero hay momentos en los que a uno le martillean las palabras de Francisco de Vitoria cuando fue conminado a cambiar su discurso o callar por sus críticas al emperador y al propio pontífice: "Antes se me seque la lengua y las manos que yo diga ni escriba cosa tan inhumana y fuera de toda cristiandad". Cuando uno está convencido de que algo está mal en su querida Iglesia, ¿debe callar? ¿Se hace un favor a la institución callando y callando para no hacer daño? Tenemos ya tantos y tantos ejemplos de cómo el silencio se ha hecho culpable de las más asquerosas abominaciones... No, Vitoria se jugó la vida por defender los derechos más sagrados, los que brotan de la esencia del evangelio que fueron reconocidos como universales. Nosotros no nos jugamos nada, porque muchos hombres valientes arriesgaron todo para conseguir que triunfaran los derechos y libertades de los que ahora gozamos.

De la idoneidad ha sido el título elegido para este artículo mensual de opinión sobre asuntos relacionados con la celebración popular de la Semana Santa. De la idoneidad para desempeñar cargos directivos en las cofradías, que de eso va y por eso las reservas del introito. De una idoneidad que se decide en dos escenarios, la asamblea y el despacho episcopal. El primero, salvo circunstancias extraordinarias, no presenta mayores complicaciones. Las cofradías, al ser asociaciones públicas de fieles, se organizan de modo asambleario y de entre sus miembros, cumpliendo con lo establecido por los estatutos, saldrán las juntas de gobierno. Los requerimientos para presentarse al cargo, las cuotas de participación para dar validez a la asamblea o las mayorías requeridas para la elección varían, pero si los estatutos están bien redactados, por lo general no suele haber problemas con los procedimientos a seguir. Y en caso de suspicacias, corresponde al ordinario hacer cumplir la norma.

El segundo escenario habitualmente pasa desapercibido. Una vez que los hermanos han elegido a sus dirigentes, la ratificación del prelado suele ser un mero trámite. La junta de gobierno electa, aunque la mayor parte de los cofrades lo ignore, no puede ser reconocida como tal hasta que el obispo la refrende. La Iglesia es jerárquica, no lo olvidemos. Y es bueno que lo sea y continúe siéndolo, porque esta verticalidad tiene su razón de ser. El caso es que si el obispo considera idóneas para el cargo a las personas elegidas, como sucede casi siempre, firma el documento y la nueva junta empieza a ejercer. El único conflicto que podría surgir está, por tanto, en el discernimiento sobre la idoneidad, en los criterios a seguir. He ahí el meollo de toda esta cuestión. Porque el directivo cofrade es un cargo de la Iglesia, esto es fundamental. Representa a la Iglesia y actúa en nombre de la Iglesia. Por eso debe ser una persona que reúna las condiciones necesarias para ello y el obispo está obligado a velar para que el dirigente dé la imagen adecuada de la institución.

Entonces, ¿cuáles deben ser las cualidades del dirigente cofrade para que se le considere idóneo en el obispado? Fundamentalmente que sea cristiano, es decir bautizado, y lleve una vida más o menos coherente con esta condición. Pero claro, cuando, analizamos esta presumida coherencia de los directivos cofrades, descubrimos, en esta y las diócesis vecinas, que muchos hermanos mayores expresan sin ambages su desdén por la liturgia y abogan por la plena autonomía frente a la subordinación jerárquica y administrativa de esa Iglesia de la que forman parte. Son hechos que se dan y que en los obispados, por eso de que no se arme mucho revuelo, suelen pasarse por alto. Y no vamos a entrar en otras cuestiones de tipo, digamos, más personal. El pecado es algo presente a la condición humana y todos hemos caído en algún momento de la vida. Pero, ¿es idóneo para un cargo cofrade el blasfemo habitual? ¿Y quien arrastra en su pasado delitos probados de hurto, violencia, fraude…? Arrepentidos los quiere Dios, y por eso también se suele mirar hacia poniente al firmar los decretos de ratificación. Después de todo, para los cargos importantes de la jerarquía la malla del colador suele ser también holgada. La condición humana es la que es y la Iglesia, que es santa y meretriz, sabe elevarse y sobreponerse a todas estas contingencias. Al final siempre florecen las obras de los santos entre el estiércol de sus estructuras.

Por eso llama tanto la atención que en medio de este panorama, que entrelaza la comprensión con la dejadez y la conveniencia, parece haber un pecado que inhabilita de por vida para ocupar cargos directivos en las cofradías. Nos referimos al fracaso matrimonial. En los últimos meses, en esta diócesis y las limítrofes, se han dado varios casos, con inhabilitaciones a posteriori o vetos a priori. Algunos con una repercusión mediática que deja muy mal sabor de boca, porque los dedos acusadores que señalan al pecador nos recuerdan demasiado al gentío vociferante del pasaje con la adúltera que iba ser lapidada. "Moisés nos ordena que la lapidemos", era su aserto cargado de razón, amparado por la ley. Pero por encima de la ley estaba la misericordia, el saber descubrir el fondo del corazón, el mirar hacia dentro para ver el pozo propio de miseria. Hay que discernir, evidentemente. Pero la idoneidad debe fundamentarse en valoraciones de conjunto. Una persona divorciada, con el trauma que de por sí implica esta situación, quizás sin culpa en el proceso de ruptura, que sigue vinculada a la Iglesia, no debería ser señalada ni quedar expuesta. Hay que discernir, por supuesto, que para nada defendemos la banalización de algo tan sagrado como el sacramento del matrimonio. Pero por eso mismo, como hay que discernir, cuando nos encontramos ante situaciones que ya son irreversibles, no se puede excluir de por vida a quien quiere continuar en comunión con la Iglesia, máxime cuando ni siquiera existen impedimentos canónicos. Y en todo caso, la misma diligencia que se muestra para unos debería usarse para casos análogos, conocidos aunque no tan meneados. Culpas mayores se soslayan, ¿por qué estas no, que a veces ni son culpa? ¿Por qué tanta obcecación con esto y tan amplias tragaderas para otras cosas? Las palabras de este Papa, tan poco querido por los más papistas, en su exhortación Amoris Laetitia no dejan lugar a la duda. Primero el ser humano, como Cristo nos enseñó en el evangelio. Primero la persona, que debe ser integrada en la Iglesia, no excluida. Después la ley, porque el sábado siempre debe estar al servicio del hombre y no a la inversa. Estamos en el año de la misericordia, por eso junto al profeta, recordamos que el Señor quiere misericordia, no  sacrificios.



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