lunes, 13 de junio de 2016

Crisis de la imagen sagrada en la Iglesia actual

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Tomás Gil Rodrigo

La Sagrada Cena de Venancio Blanco

13 de junio de 2016

"No recordéis lo de antaño… mirad que realizó algo nuevo" (Is. 43, 18). Estas palabras las pronunció el profeta Isaías en el destierro de Babilonia a un pueblo sin esperanza, empeñado en volver a Jerusalén para recuperar su antiguo esplendor, levantando otra vez el Templo de Salomón. Pero Isaías les invita de parte de Dios a mirar hacia delante, a ser creativos y no quedarse en las formas de un pasado idealizado, y propone salir a una nueva creación ya comenzada: "Ya está brotando, ¿no lo notáis?" (Is. 43, 18). Siglos más tarde, Jesús cumplió estas profecías de Isaías con su Evangelio de la gracia (cf. Lc. 4, 18-21 ), pero especialmente estas palabras de nueva creación encuentran su eco en aquello que decía, por ejemplo, de "a vino nuevo, odres nuevos" (Mc. 2, 22) o "el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios" (Jn. 3, 3). La Palabra de Dios nos ilumina e interroga para situarnos ante el reto de la Iglesia de abrirnos a la novedad, entre la que se encuentra también la búsqueda de la belleza en las imágenes sagradas.

En el nuevo Pentecostés del Concilio Vaticano II, la Iglesia se dio cuenta de que había que terminar con el siglo y medio de encerramiento en los estilos artísticos del pasado y aceptar los nuevos, ya que es condición necesaria para salir a dialogar con la humanidad, de ahí que dedique todo el capítulo VII de la Constitución de la Liturgia, Sacrosanctum Concilium, al arte religioso: "La Iglesia nunca consideró como propio ningún estilo artístico, sino que, acomodándose al carácter y las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo" (SC 123). En pleno Concilio el Papa Pablo VI se sinceraba ante un grupo de artistas y les confesaba en una Eucaristía en la Capilla Sixtina lo siguiente: “¡"Os hemos turbado porque os hemos impuesto como canon principal la imitación, a vosotros que sois creadores, siempre vivos y fértiles en mil ideas y novedades… También nosotros os hemos abandonado. No os hemos explicado nuestras cosas… y entonces hemos sentido la insatisfacción de esta expresión artística. Y rezaremos el confíteor completo,.. os hemos tratado peor, hemos recurrido a sustitutos, a la oleografía, a la obra de arte de poco precio y de pocos gastos, aunque, para nuestra disculpa, no teníamos medios para hacer cosas grandes, hermosas y nuevas, dignas de ser admiradas, y también nosotros hemos andado por callejas estrechas, donde el arte y la belleza y, lo que es peor para nosotros, el culto de Dios han quedado mal servidos" (Pablo VI, Homilía en la Misa del 7 de mayo de 1964).

Después de más de cincuenta años de las propuestas de Pablo VI en aquella preciosa y sugerente homilía, debemos examinarnos y preguntarnos: ¿qué importancia tienen las vanguardias artísticas en la Iglesia actual?, ¿qué diálogo mantenemos con los artistas de este tiempo?, ¿por qué seguimos demandando supuestas obras de arte, que son imitaciones de estilos de tiempos pasados? Sinceramente observo que la presunta belleza con la que seguimos llenando nuestras iglesias deja mucho que desear, son obras de artistas devotos pero mediocres, salvando algunas excepciones, manifestando la crisis que vivimos ante estos tiempos nuevos. Es verdad que ha habido esfuerzos de comprensión y aceptación del arte contemporáneo en la Iglesia, pero en pequeños círculos cultivados, sin que haya llegado esta sensibilidad al Pueblo de Dios, que mira las vanguardias artísticas con rechazo y desconfianza. Por otra parte, el secularismo de la sociedad ha influido en la mayoría de los artistas, tratando el tema religioso y cristiano de una manera residual y oscura.

Sin embargo, el arte es clave para que la Iglesia pueda evangelizar, lo necesita, como han reconocido todos papas después del Concilio, y no nos valen solo las obras que conservamos del pasado, sino principalmente las obras del arte de hoy, a las que tenemos que apreciar mucho más, porque son las nuestras, asumiendo sus limitaciones, propias de esta época de grandes cambios, como ya hizo con las limitaciones del arte de otras épocas. Las diócesis, parroquias, movimientos o cofradías deberían abrir sus puertas, sin miedos ni prejuicios, aceptando la colaboración de buenos artistas actuales. Comprendo que esto no se consigue de la noche a la mañana, debemos tener paciencia por ambas partes, ante un arte cuyo lenguaje requiere un largo aprendizaje por nuestra parte, y la comprensión del mensaje religioso por parte de los artistas. El primer paso lo tenemos que dar nosotros, reconociendo con humildad que tenemos un gusto sin una adecuada formación, del que presumimos por ignorancia y, lo que es peor, con el que hemos cometido atentados contra la belleza. No hace falta que señale ningún ejemplo, seguramente todos conocemos más de un caso. Ante esta falta, necesitamos espacios y lugares en la Iglesia donde nos enseñen y aprendamos todos, donde hasta los últimos acojan y hagan suyas las obras de arte actuales. Según se demuestra, después de tantos años, las exposiciones y las conferencias no sirven para que una diócesis, parroquia o cofradía confíe a un artista de vanguardia la expresión de su fe. El camino a recorrer es distinto, debemos ir más allá de las ponencias magistrales y las muestras espectaculares, necesitamos guías preparados que acompañen día a día al Pueblo de Dios y a los artistas en una formación de la sensibilidad y la espiritualidad. No desaprovechemos este momento, en el que la humanidad, a falta de esperanza, es receptiva a la belleza; apostemos y evangelicemos con la riqueza expresiva, los modos, instrumentos y hasta la novedad del arte actual.


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