Miembros de la Hermandad del Cristo del Amor y de la Paz, junto a la Casa de las Conchas | Foto: JMFC |
09 de junio de 2016
Recordaba, en el mío anterior, las experiencias compartidas con los amigos visitantes en ese recorrido por las procesiones que muestran, bajo mi punto de vista, los aspectos más interesantes del panorama semanasantero, que puede compaginarse, entre la cercana Zamora y esta Salamanca que expone y expande su calvario de piedra para enmarcar, como en pocos lugares puede hacerse, la Pasión del Señor.
La mañana del jueves la dedicamos a pasear tranquilamente por la ciudad. Visitamos la iglesia de San Pablo y la Catedral Nueva para contemplar las imágenes que, por su relevancia, no pueden quedar fuera nunca del contexto explicativo que ha de darse sobre esta Semana Santa. Nuestro Padre Jesús Rescatado y Nuestra Señora de la Soledad exhiben con rigor encomiable la importancia que poseen las imágenes cuando son únicamente entendidas como soporte de la devoción popular.
Después de degustar algunos de los productos típicos de la tierra, partimos hacia Las Arribes, recorriendo los entornos de Vilvestre y aquellas impresionantes panorámicas en las que el padre Duero separa y aviene con tanta diligencia las benditas tierras de Portugal y España.
En el Mirador de la Code, como un ritual de reconocimiento y cariño, meditamos las palabras que allí rezan, suponiéndolas en la voz de Unamuno, mientras contemplamos cómo discurre el manso río por el portentoso cañón, que se estira como una atalaya de perspectivas sobre el vientre del paisaje ribereño.
Llegamos a Zamora sobre la medianoche. No hizo falta explicarles a mis acompañantes qué tonos tiene el luto que visten los zamoranos en esas horas del anochecer, cuando atavían de sentimientos el alma para enterrar en su dolor a Cristo.
Los hachones vierten con dulzura los tonos amarillentos sobre el rústico paño que viste el andar penitente, y los encapuchados, deshabitados en sus entrañas, revelan el silencio que, en Zamora, el jueves es más silencio, más fuego sobre el dolor del fuego.
Y así lentamente el Señor Yacido, Hijo de la tierra zamorana, en hombros llega para ser besado dentro de la oquedad del surco que el pueblo labra. Cosecha de amor que, florecida en la pena, arde hasta encender la humilde austeridad que emerge del rústico anochecer zamorano.
Pero aún les aguarda, a mis queridos colegas, la contemplación de uno de los encuadres de belleza más intensos que pueden ser apreciados en esa noche, en la que la luna, cual vigía del cielo, se inmiscuye en las entrañas del Tormes.
Por la Ribera del Puente, el cortejo blanquecino, lentamente ensimismado en el caminar cadencioso, con faroles viene de alumbrar el excelso calvario salmantino. Dolor arrabaleño que espera en el Puente agasajar al Señor de aquellos contornos: Silencioso, monacal / quedamente está en sigilo / como queriendo escuchar / las voces de su ciudad / diciéndole ¡Cristo mío!
El Cristo del Amor y de la Paz, sobre los hombros de mis hermanos, se enclava en la hermosura salmantina, que cincela entornos catedralicios en los zócalos celestes con tanto acierto, que allí se funde y ensambla la emoción más densa y exacta que explica, por sí misma, la beldad que sutilmente cae sobre los hombros de paisaje charro. Es uno de esos momentos en los que se puede comprender que esta ciudad, sí, la Salamanca de Fray Luis, Vitoria o Unamuno, lo tiene todo para acoger en su alma de piedra una Semana Santa procesional única y asombrosa.
Así lo han vivido a mi lado los amigos, que se van sin entender, después de lo que han visto y sentido, cómo nuestra semana de pasión no tiene un mayor reconocimiento del que se le otorga en los patrios ambientes semanasanteros.
Es entonces cuando les hago saber que les he mostrado lo que, desde mi punto de vista podía impactarles, refiriéndoles que Salamanca ha sido y es ciudad de encuentro de culturas y zona fronteriza con el sur, que hasta aquí trae, desde siempre, en la suavidad de sus calurosos vientos, aspiraciones e influencias.
Les hago saber que, cuando ellos estén participando en la procesión del Santo Entierro de su ciudad, aquí, sobre la media noche, saldrá de los Irlandeses el Cristo que, en el cementerio, da compaña durante todo el año a los devotos que a su lado sufren el dolor misterioso que apaga la vida con el último aliento. Otra joya procesional, que en estas calles muestra ese acento salmantino que nos atrapa por la sobria estética que atavía de humildad el silencio.
Reconozco que otros cofrades (con todo derecho) mostrarán convencidos la otra Semana Santa que yo procuro encubrir, acogiéndome a ese derecho de revelar lo que me complace.
Después miro hacia el futuro y vuelvo a vaticinar cómo los movimientos sociales e históricos, continuarán introduciendo su influencia en una Semana Santa que, pese a todos los desencuentros que surjan, más allá de nuestras querencias, seguirá viva en la ilusión de nuestros sucesores.
Pero tornando al presente, si Dios lo permite, volveremos cuando pase el verano, a estas páginas, en las que la pluralidad semanasantera tiene sus surcos para que podamos cultivar con la palabra el fruto del encuentro.
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