viernes, 11 de noviembre de 2016

Polvo serás, mas polvo enamorado

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Tomás González Blázquez

Sepultura de Romana Serra, que sirvió de modelo a la Dolorosa de Montagut | Fotografía: Pablo de la Peña

11 de noviembre de 2016

Atravesar la puerta del cementerio y acceder a sus calles calladas, a sus galerías con nombres de santo y a sus bloques numerados viene a ser como cruzar el umbral de una iglesia y recorrer sus naves salpicadas por retablos y hornacinas. Santiguarse bajo el dintel es algo más que una rutina. Alcanza la categoría de rito, como una acción de gracias por entrar allí donde lo sagrado consuela de algún modo la debilidad humana fortaleciéndola de la única manera: humanizándola aún más.

El pórtico de San Carlos, el cementerio salmantino que debe su nombre y su tierra al Seminario Diocesano, Conciliar de Trento dos siglos después (la Iglesia y el tiempo, ya se sabe…), recuerda como otros lo limitado de nuestra existencia: Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris. Es como un permanente Miércoles de Ceniza de morado luto, como una eterna vida que llamamos Buena Muerte en procesión claustral, el arco de entrada de la muerte de Cristo anunciada y su resurrección proclamada entre las lápidas y la alargada sombra de los cipreses. Todos tenemos un itinerario más o menos fijo por San Carlos u otro cementerio, una peregrinación que cada año, o de vez en cuando, o quizá con bastante frecuencia, nos lleva a hacer estación ante la sepultura de nuestros difuntos. Una oración musitada. Un silencio respetuoso. Unos pasos que nos han llevado hasta allí y otros que nos devuelven a la vida de los vivos. De esa tumba de un ser querido posiblemente a la de otro: familiar, amigo, o incluso miembro de nuestra hermandad. Aquel sobre cuyo sepulcro puso su familia las flores que llevó la Virgen este año. Aquel por el que se colocó el crespón negro en el cirial derecho de la delantera del Cristo. Aquel que nos desveló esa curiosidad de la historia de la cofradía y que nunca olvidaremos… La visita comunitaria al cementerio, la oración como hermandad ante las tumbas de los cofrades difuntos, cuya ubicación casi nunca conocemos y que, por ello, no podemos realizar individualmente, sería una hermosa práctica piadosa a fomentar en nuestras hermandades e incorporar a las que ya vienen programando como recuerdo de los difuntos y sufragio por sus almas. Puede ser en noviembre o en otro momento del año.

Personalmente, no tengo localizada en San Carlos ninguna sepultura de mis hermanos cofrades difuntos, pero sí he sumado tres estaciones cofradieras, halladas casualmente, a mi particular procesión cada vez que visito el cementerio. A la casualidad podemos llamarla Providencia. La primera que encontré, cercana a la de mi abuela, quien me llevó de la mano a la Semana Santa, fue la de otro nacido en 1927, Francisco Rodríguez Pascual, el cura de la religiosidad popular, sepultado junto a otros misioneros claretianos. Le traté poco pero esos ratos los disfruté, tanto en la auténtica Rioseco un domingo de niebla, convocados por esta Tertulia que ahora edita una revista digital, como en la Pontificia cuando compartimos la parte académica del quinto centenario de la Vera Cruz, pocos meses antes de su fallecimiento. Se me viene con frecuencia a la memoria cuando viajo entre los pueblos alistanos. Estuve en su misa funeral y agradezco poder acercarme al nicho donde su cuerpo aguarda la resurrección: "Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón" (Jn 16,22).

También di con la sepultura de las Esclavas del Santísimo y de la Inmaculada, esas mujeres santas que consumieron sus horas de rodillas ante la Eucaristía, que limpiaron sayones y carrozas, que bordaron con mimo mantos y estandartes, que se asomaron a la reja del coro para cantar la Salve cuando la Dolorosa volvía a casa y que acogieron con orgullo la cinta azul de cofrades sobre su blanco hábito contemplativo. Allí está la madre Ignacia, la última cuyas exequias se celebraron en la Capilla de la Vera Cruz, una fría mañana de diciembre. Pocas liturgias tan conmovedoras como el entierro de una monja de clausura que al fin rompe su encierro voluntario para abrirse camino con alegría hacia la patria del cielo.

Por último, muy próxima a la capilla del cementerio, donde el Cristo de la Liberación y la antigua Virgen de la Soledad reclaman la atención de los semanasanteros, me topé con la sepultura de doña Romana Serra, quien sirviera como modelo para que Inocencio Soriano Montagut alumbrase la monumental Dolorosa de la Seráfica. El modelo humano yace pero la imagen, en su justa medida, lo inmortaliza, perpetúa su belleza femenina. Desde que descubrí su tumba, cada Jueves Santo, cuando pasa ante mí la Dolorosa de Montagut, su cuerpo vivo interpretado en clave creadora, rezo por el alma de doña Romana. Y cada vez que visito San Carlos paso ante su tumba, ante su cuerpo muerto que aguarda la final y perfecta recreación, y rezo un momento por cuantos fueron, son y serán parte de nuestra tradición, aunque no sepa dónde están enterrados, aunque ni siquiera conozca sus nombres, aunque a menudo nos olvidemos de ellos.


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