lunes, 28 de mayo de 2018

La pedrada

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Nacho Pérez de la Sota

El dulce rostro de Jesús Nazareno en su hornacina de la iglesia de San Julián | Fotografía: Congregación de Jesús Nazareno

28 de mayo de 2018

Cuando hace algún tiempo tuve el inmenso honor de ser invitado a colaborar en esta revista, se me indicó como es obvio que la temática de los escritos se refería a la Semana Santa o la religiosidad popular. Sin dudarlo, lo primero que se me vino a la cabeza fue esta poesía. Y me propuse que fuera ella la que iniciara las colaboraciones para esta página. Diversos avatares lo impidieron, pero no me resisto a seguir adelante sin compartirla con todos los lectores de estos billetillos. Aun a riesgo de ser repetitivo, pues no me extrañaría que alguien lo hubiese ya hecho antes. Pero es una especie de compromiso moral que tengo conmigo mismo.

Esta poesía siempre me rememora de forma ineluctable e invencible a mi abuelo y a mi padre. A ambos les cautivaba fuertemente, pero fue a mi abuelo a quien se la escuché por primera vez, siendo yo muy, muy niño. Cuando le comuniqué, a mis casi 18 años, que había ingresado en la congregación de San Julián como uno más de los nazarenos, me contó –por enésima vez– una anécdota (que quizá haya ocasión de referir aquí más adelante) y me recitó –por millonésima vez–, exultante y emocionado por mi decisión, esta poesía de memoria. No menos veces se la escuché a mi padre, a quien también conseguía suscitarle una afectividad especial.

Mi abuelo, que como menestral artesano apenas tenía los conocimientos básicos de la escuela de pueblo, pero que atesoraba una inteligencia natural y una cierta cultura, sobre todo literaria (forjada en las lecturas que devoraba inmisericorde aprovechando los préstamos del cura, el maestro o, después, las bibliotecas públicas), era un devoto de Gabriel y Galán. Y este, como muchos otros gustos, logró transmitírselos a su hijo, mi padre. Y ellos a mí.

Cuando en 2005 se celebró el centenario de la muerte del poeta, además de una obra de teatro que con Garufa representamos por escenarios de Castilla y León y Extremadura (y en la que me cupo el emocionante honor de encarnar a don José María), gracias a la Diputación y a Juanjo Diego Domínguez y Bernardo García Bernalt, llevamos por los pueblos un espectáculo en el que se mezclaba música y declamación, parte esta última que me correspondía a mí. Me dejaron vía libre para elegir los poemas que iba a recitar. Ni que decir tiene que la primera opción fue esta composición. Confieso –hoy y aquí– que un par de veces me emocioné en su recitado, fiasco (todo sea dicho) que un actor que se precie no puede permitirse cometer…

No es la mera remembranza sentimental personal lo que me hace (y me hizo fallidamente en su momento) traer hasta aquí estos versos. Simplemente se trata de que… para mí es la encarnación más perfecta que existe de la religiosidad popular.

Porque la definición que hace del sentimiento religioso del pueblo llano es, sin ninguna duda, la descripción más tierna, más palpitante, más evocadora, más sensible, más apasionada, más certera, más entusiasta, más veraz que pueda uno encontrarse de eso que damos en llamar piedad popular. Igualmente, porque muestra cómo un poeta que es popular, elige un tema religioso para expresar sus emociones más íntimas. Quizá eso hoy en día no estaría demasiado bien visto. Después, porque para el público del común (alguien como mi abuelo), la lectura de tal hecho piadoso producía un afecto sentimental indudable. Y también (aunque no por último, desde luego), porque la anécdota narrada es el paradigma irrevocable del sentimiento religioso nacido del pecho más sencillo.

Pero, ea, no sé qué diantres hago aquí aburriendo con vanas palabrerías, cuando se puede disfrutar con verdadero placer de:

"LA PEDRADA"

José María Gabriel y Galán 

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendí a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres, 
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán süave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».

II

¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban! 
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrïeras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón de frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin haber ningún motivo!»

III

Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?


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