miércoles, 27 de febrero de 2019

La procesión como llamada vocacional, a propósito de un santo

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Tomás González Blázquez

San Gabriel de la Dolorosa junto al icono de la Madonna del Duomo de la ciudad italiana de Spoleto

27 de febrero de 2019

Se llamaba Francisco y era de Asís, pero no me refiero al Poverello. Es venerado como protector de la juventud, pero no estoy hablando de Juan Bosco o Luis Gonzaga. Profesó como religioso pasionista, pero no son los mártires de Daimiel de quienes escribo. Como cada 27 de febrero, el santoral recuerda a un apuesto joven italiano que murió dos días antes de cumplir los veinticuatro años y que bien podría reivindicarse como patrono de las procesiones, de los que en ellas participan y de quienes las contemplan, porque fue en ese contexto procesional donde sintió la llamada más insistente y definitiva de Dios y donde supo encontrar la forma de responder con libertad y decisión.

El santo de hoy es san Gabriel de la Dolorosa, que todavía era Francesco Possenti cuando el 22 de agosto de 1855, octava de la Asunción, buscó sitio en la acera de una calle de Spoleto, en la región de Umbría, para contemplar el desfile de la Madonna del Duomo. Se trataba de un icono de estilo bizantino que había donado en 1185 a la ciudad el emperador Federico Barbarroja después de haberla asolado tres décadas atrás, como un signo de reconciliación. Al paso de la sagrada imagen, sintió en su corazón las palabras "Francisco, el mundo no es para ti, la vida religiosa te espera", y esta vez ya no pudo aparcar la respuesta que otras veces había esquivado, ni incumplir la promesa que antes había ignorado. Decidió entrar en una congregación austera, la de la Pasión fundada por san Pablo de la Cruz en 1720, y eligió para su nombre religioso el de Gabriel, anunciador a María y, en este caso, receptor del anuncio a través de la Madre. Gran devoto de la Virgen de los Dolores desde siempre, no podía faltar tampoco en su nueva etapa, que fue muy breve, poco más de un lustro, sin llegar a ser ordenado sacerdote. Fue canonizado en 1920 por Benedicto XV.

La historia de san Gabriel de la Dolorosa, cuyo punto de inflexión podría situarse en esa procesión mariana veraniega (como la del Socorro, la del Carmen, las de tantos pueblos en la Virgen de Agosto, la brevísima de la patrona por el atrio catedralicio en la víspera de su fiesta…), nos remite al valor potencial que aún atesora el mero hecho de llevar los signos religiosos a las calles, como una forma de anuncio explícito, libre, y ojalá siempre muy respetuoso y cuidado, de la fe de la Iglesia. Es un derecho civil que tenemos y un deber cristiano que no podemos desatender.

Cabe reflexionar de qué manera las procesiones han de conservar hoy su vigencia como instrumento para que Dios llame a través de ellas. El que lo puede todo, porque para Él nada hay imposible, sabrá servirse de nosotros si nos mostramos disponibles y convencidos de que unas procesiones bellas y dignas le ayudarán en sus llamadas. Un icono bizantino del siglo XII fue medio válido para un joven italiano del XIX; ¿pueden serlo los pasos barrocos del XVII o del XVIII para los salmantinos del XXI que los buscan o se los encuentran por la Compañía, o por la Rúa, o por la Plaza? Si Juan y Andrés tuvieron su hora décima, ¿por qué no pueden ser las procesiones un primer "venid y lo veréis" para tantos espectadores deliberados o casuales? Y aún más: ¿lo son para los cofrades que, bajo el capuchón y cirio en mano, o soportando el peso de las andas, acompañan una Sacra Icone como la de Spoleto en nuestra Salamanca? ¿Dejamos que cada procesión en la que participamos sea una oportunidad para hacer silencio dentro de nosotros y abrirnos a lo que Dios nos intenta decir?


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