miércoles, 26 de febrero de 2020

Un hombre y un destino

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Tomás González Blázquez

Últimas estaciones del viacrucis de Bercianos de Aliste, en la provincia de Zamora | Foto: TGB

26 de febrero de 2020

Como un mapa sobre el que orientarte en la soledad, en el frío del alma, en el páramo de las sensaciones huecas. Acogedora, bellísima, transparente, verdadera. Más que un rito, más que una costumbre, más que una fiesta: una cita indeclinable con tu propia conciencia. 

Dibujaba Ignacio Camacho la Semana Santa como auténtico paisaje de la conciencia en su columna de ABC el 13 de abril de 2017, Jueves Santo. De sus palabras arranco hoy un brote verde de morada Cuaresma que me parece ver asomar por entre las grises losas, junto a la carretera, a la vera del cementerio, allí donde se acaba el Calvario de Bercianos de Aliste para que empiece un nuevo ciclo pascual marcado en las frentes humildes y en las altivas con el mismo y justo signo de la gris ceniza. La sincera confesión de Camacho, agarrado a un escenario memorial y fiado al paréntesis de esperanza de las horas culminantes de la Pasión, la hago propia al sentir, como cada año cuando faltan cuarenta días para el Domingo de Ramos, que se pone a mi lado un hombre, Jesús de Nazaret, y con él su destino, la ciudad de Jerusalén, a la que sube con una cruz al hombro en la que carga la mía, siete palabras de amor por decirme y setenta veces siete ocasiones para perdonarme.

En el paisaje de la conciencia, tierra santa de cada hombre, inviolable pero tantas veces violentada, la Cuaresma logra germinar semillas que únicamente percibe quien es capaz de ver en lo escondido. Basta su premio. Sobra cualquier otro laurel humano, cualquiera otra medalla con cordón dorado, cualquier otro elogio. Sobran también estas palabras, que nada añaden, pero si las firmo con temblor es porque sueño, y propongo, y reclamo una Cuaresma nueva y capaz de comprometer a cada cofrade al lado de ese hombre, Jesús, y orientarlo hacia ese destino, Jerusalén, y con ellos las cruces superpuestas, y las palabras pendientes que sí son imprescindibles, y los perdones necesarios que sí son inaplazables.

No faltará un desierto en el que mirar al mal a los ojos, sin bajarle la mirada, sin ignorarlo, sin minusvalorarlo, sin dudar de su existencia. Si tuvo que haber cruz, si fue tan alto el precio, la sangre del mismo Hijo de Dios, que haya desierto y hambre, que haya tentación y libertad, que sintamos como una hora de Getsemaní donde nos parezca que todos duermen a nuestro lado sin olvidar que Él nunca duerme, que ve en lo escondido del sueño, y en lo secreto de la noche, y en lo indescriptible de la soledad…

No faltará un Tabor en el que creernos a salvo, completos, inmejorables, felices… para que volvamos a mirar luego a la cruz con otros ojos más sabios, más llenos, más limpios, más santos. Nos confunden las ansias y perdemos el rumbo hacia la estación de destino, pero es mejor así. Ha tenido que ser así. Ha querido Dios que así sea. Llegar al Gólgota transfigurada nuestra voluntad y con vestidura blanca, abierta la mente a comprender lo incomprensible pero sólo si la cruz nos lo explica y nos lo adentra en el alma con razones de amor extremo.

No faltarán una samaritana que siempre imaginé bellísima pero aún más hermosa al estar sedienta de verdad, ni un ciego de nacimiento ávido de desconocida luz, ni un amigo muy llorado deseoso de vida. Aunque abunden los maridos y sean excusa para murmurar, proliferen los fariseos chismorreando sobre los pecados ajenos, y ya huela el sepulcro porque es el cuarto día, todavía habrá diálogo franco y agua infinita que calma toda sed como la revelada en Siquem, y aún romperá la sombra del viejo sábado una luz como la alumbrada cerca de la piscina de Siloé, a partir del barro siempre creador y recreador. Entonces, precisamente entonces, latirá con fuerza la vida resucitada en el cuerpo, ya libre de vendas, de Lázaro en Betania, donde las lágrimas de Jesús fueron la penúltima parada de su camino. Entonces, ahora, es otra vez Cuaresma, la cita indeclinable con tu propia conciencia, la subida hasta Jerusalén en pos de un hombre que no se cansa de esperarnos.


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