lunes, 24 de febrero de 2020

Empecemos a enamorarnos, y enamoraremos algún día

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Luis Romo

El Cristo de la Buena Muerte recorre el claustro de los Dominicos en el inicio de la Cuaresma | Foto: Alejandro López

24 de febrero de 2020

"Conviértete y cree en el evangelio", resuena por toda mi cabeza.

El miércoles, en todas las eucaristías que se celebren en cada pueblo y en cada ciudad, el sacerdote pronunciará estas mismas palabras sobre cada uno de los fieles que reciban la ceniza sobre su frente.

Durante estos cuarenta días recurriremos a la conversión, a la limosna y al ayuno para redimirnos ante Nuestro Señor de todos nuestros pecados, cometidos ante las imperfecciones y los vicios que nos caracterizan como seres humanos. Esa conversión se producirá bajo el amparo del evangelio, guía de vida para los cristianos, tanto en los sentimientos como en la razón.

Y es aquí donde recae toda mi reflexión ante este día y sobre las palabras que siguen merodeando por mi cabeza. Comienza un nuevo camino con la mirada puesta en el próximo Domingo de Ramos. Cuarenta días en los que mostrarnos tal y como somos, convirtiendo nuestra mirada hacia el resto, pero sobre todo hacia nosotros mismos. Hacia esos con los que convivimos cada día y con los que compartimos inquietudes, vivencias y compañías. Dicen que no hay mejor manera de equivocarse que equivocándose haciendo caso a los sentimientos, de ahí mi titular sobre este artículo.

Viendo nuestra Semana Santa desde lejos, a unos cuatrocientos sesenta kilómetros de distancia, te das cuenta de la importancia y relevancia que llega a tener sobre nosotros. Personas que marcan ensayos en sus calendarios como motivo de vuelta a su ciudad, o que retiran hojas del calendario con la vista puesta en cultos y desfiles penitenciales, o familias que viajan de vuelta para rezar, llorando en cada calle de Salamanca, con el corazón envuelto en cada representación de la Pasión de Nuestro Señor. Hijos de nuestra tierra que, al verla lejana, recurren a ella con motivo de su anhelo y nostalgia, de lo que tuvieron al lado y necesitan recuperar cada año, para seguir siendo ellos mismos.

Y por ello estamos obligados a enamorarnos de nosotros mismos. A enamorarnos de cada hermano y de cada hermandad, a enamorarnos de cada sombra y de cada desfile, de cada culto y de cada imagen, de cada monumento y de cada hábito. A enamorarnos de nuestra fe, de nuestras creencias. A enamorarnos de nuestra tradición. Y será entonces, cuando enamorados de lo que somos, luchemos unidos en el amor, para después así presumir sin complejos de lo que seremos, de lo que fueron nuestros antepasados y de lo que, ojalá, sean las generaciones que están por venir.

Porque si no nos enamoramos nosotros de lo que es verdaderamente nuestro… ¿quién lo hará en nuestra ausencia? Enamorémonos de lo que nos acompaña durante trescientos días al año, y enamorémonos de verdad, de esa verdad que nos impida dejar a un lado a nuestro amor en estos cuarenta días, por el amor hacia lo impropio, que llena el corazón de otros.

Un amor que sea nuestro y luego del resto, y no que sea ajeno, y lo hagamos propio.


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