viernes, 3 de abril de 2020

Siete espadas de dolor y una oración liberadora

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Especial Semana Santa 2020 | Viernes de Dolores


Tomás González Blázquez

La Dolorosa de la Vera Cruz abre los desfiles procesionales con su Vía Matris popular | Fotografía: Alfonso Barco

03 de abril de 2020

"En la iglesia de la Vera Cruz está La Dolorosa, con siete espadas clavadas en el pecho y sostenidas por una mano joven, llena de hoyuelos, que contrasta con la lacerante expresión de angustia del rostro y el desmayo de la postura"
(Carmen Martín Gaite, en TVE1. 1987) 

Había puerta nueva en la Vera Cruz, pero habrá que esperar para estrenarla, ojalá en la Sacramental de junio, o el Viernes de Dolores de 2021, cuando Dios quiera… Había un traje negro preparado, y la corbata azul de rigor, y la medalla y el escapulario, como cada vez que, allá por el Campo de San Francisco, donde todo empieza y todo culmina, la novena de la Virgen de los Dolores da paso a su transitar por Salamanca. Nueve días de oración íntima en la capilla antes de que aflore la Semana Santa procesional: callejera, explícita, simbólica, valiente, necesaria… Pero no, el novenario ha tenido que ser doméstico sin procesiones después, como una invitación a mirarla en su dolor por separado y con profundidad distinta, para luego, ¡lo esperamos!, poder contemplarla juntos cuando seamos convocados a su otra fiesta, la gloriosa, el 15 de septiembre.

Sirvan estas líneas, ojalá para algunos, como una suerte de Vía Matris improvisado y adaptado a las circunstancias. No deja de ser Viernes de Dolores porque la caridad cristiana y la responsabilidad ciudadana nos retengan en casa. Sigamos, pues, el curso de los acontecimientos: primer dolor, la profecía de Simeón. Primera espada. La incertidumbre que nos invade: ¿cuándo terminará esto?, ¿cómo me afectará a mí ahora y en el futuro? La Madre recibe una palabra sobrecogedora en su corazón ya transformado desde el sí al Señor tras el anuncio del ángel, mientras a nosotros la lluvia de datos, bulos y prefabricados relatos nos tiene en el alambre de la duda y de la inquietud, sin terminar de aceptar que Cristo es, todavía hoy, bandera discutida que desnuda nuestros corazones. Segunda espada. La necesidad de huir, que la tuvieron María y José para proteger a Jesús, frente a la tentación de huir, que nos amenaza a todos, mano a mano con la desesperanza. Nuestro Egipto-refugio es ahora el hogar, la familia, los que sirven para que lo esencial funcione, y también la Iglesia, que se reúne toda ella, la de abajo y la del Cielo, cada vez que en lo secreto de su habitación o en el altar de un templo cerrado un sacerdote celebra la Eucaristía. Y así se llega a la tercera espada, de pérdidas y hallazgos en el templo, para que hagamos el intento de redescubrirnos, cada uno, como templos que somos del Espíritu. Sí, nuestros cuerpos frágiles, que quizá se agiten por la fiebre, sufran para respirar o se estremezcan en una tos desasosegante. Nuestros cuerpos agotados que quizá no puedan oler incienso ni captar el sabor de una torrija, pero sí sonreír al recordarlo, como María al recobrar al Hijo para seguir guardando cosas en su corazón. Así, Caná mediante, hasta una cuarta espada que nos sitúa a la Madre arrodillada ante el Nazareno con la cruz a cuestas, y nos la regala delante de nuestra postración actual. Cuesta imaginarnos, un Viernes de Dolores tan extraño como hoy, entre la iglesia de San Benito y el convento de la Madre de Dios, rectángulo imperfecto que esperábamos fuera el primer oratorio de nuestra Semana Santa. Como nos costaría avanzar por esta travesía presente sin los cireneos y las verónicas que nos amparan y que nos deja por herencia Fructuoso Mangas en su última Pasión en Salamanca.

Quinta espada para La Dolorosa es la muerte de Jesús en la Cruz. Espada central de la Historia. Ella estuvo a su lado y ahora le toca estar al pie de tantas camas de hospital en la que mueren miles de personas separadas de sus familias, aisladas por seguridad, pero al tiempo incrementado su dolor. Solamente María puede remontar esa soledad del enfermo en lucha, del agonizante en trance de despedida, sirviéndose de ese médico, enfermero o auxiliar que accede a la estancia y del capellán hospitalario, figura tan importante en situaciones catastróficas como ésta. Es la antesala de la sexta espada, el instante en que la Madre recuesta al cuerpo muerto del Hijo en su regazo, por última vez. Las familias atravesadas por la epidemia no pueden despedir a los suyos, lo que acrecienta su duelo y añade a sus llantos la amargura de la distancia. La fe encomienda a la Consoladora de los afligidos ese adiós postrero e imposible. Sabemos que ella cumple, firme y solícita como en la séptima espada de su soledad, inspiradora para tantos que se asoman a esta crisis en solitario, encerrados en una casa sin otra compañía que sus miedos y sus debilidades.

La Dolorosa, Virgen Fiel, nos ha guiado en este itinerario breve por el filo revelador de sus espadas, pero antes de que le cantemos la Salve Regina nos pide que miremos a un lugar cerrado como todos pero abierto como ninguno. Esta noche no habrá traslado. Es mejor que espere allí, en San Carlos, donde se hace anfitrión sin exequias pero con promesas ciertas de eternidad. El Cristo lo es más que nunca de la Liberación. Ansias de libertad saciadas en la oración liberadora:

Tú que vienes de aquella tierra santa,
el extenso país de los dormidos
donde se ganan los sueños perdidos,
donde el poder humano se quebranta.

Tu clamor en silencio nos trasplanta
al suelo fértil de la Cruz, vencidos
por la muerte y en el dolor sumidos
el eco de tus voces nos levanta.

No vengas esta vez, te buscaremos
en esa Galilea de mañana.
Ahora, Señor, más que nunca allí

brindando paz es donde te queremos.
Es tu herida la única que sana.
Ellos, Cristo, te tienen sólo a Ti.


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