viernes, 9 de octubre de 2020

La larga cuaresma del 20

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Tomás González Blázquez 

 

Mascarilla y calendario cofrade. Foto: T. González Blázquez

  09 de octubre de 2020

No he vuelto a verla, así que guardo el impreciso recuerdo de una sesión de cine en una noche de hace ya muchos veranos, pero a menudo, durante estos primeros meses de pandemia, he pensado en aquel título de Jaime Camino. Me evocaba cambios de planes, crecimientos a la fuerza, carencias insustituibles… Esto no es una guerra, claro, aunque no faltaron los excesos del lenguaje bélico cuando a los artífices del artificioso relato les parecía que tocaba. Esto tampoco debería acabar en divisiones y exilios, en represalias y pobreza, aunque da la impresión de que, de eso, mucho ya hay. La película que me viene a la memoria es Las largas vacaciones del 36.

Tampoco hoy, deseosos de una normalidad no nueva sino buena, sabemos cuándo terminará esta pesadilla que no llamamos vacaciones, porque no ha comenzado en pleno julio, sino que tiene apariencia de cuaresma congelada en el tiempo. Muchos cofrades han quedado en pausa con la convocatoria de los actos penitenciales sin sacar del buzón y el hábito sin planchar. Detenidos en la parálisis de marzo. Con la cuota sin pagar y, a lo peor, sin nómina que cobrar. Ajenos al hecho de que su hermandad haya decidido suspender cultos y actos o los haya celebrado de la mejor manera posible pese a las limitaciones, se haya reunido para renovar cargos y evaluar ejercicios o lo esté demorando en la esperanza de circunstancias menos adversas, haya reabierto su sede con un dispensador de gel hidroalcohólico a la puerta o la mantenga cerrada por ahora, haya perdido miembros por desmotivación o defunción o haya recibido solicitudes de ingreso justamente cuando no se sabe si en 2021 habrá procesiones. Quizá en un año normal, sin pandemia, muchos de ellos serían igual de ajenos, pero la coyuntura podría aprovecharse para una especie de borrón y cuenta nueva, que acortara esas otras distancias que sí se pueden, y se deben, acortar. Ya que no vamos a salir iguales de la pandemia, lo decía el Papa ante la asamblea de la ONU, que salgamos mejores.

Como a aquel pueblecito catalán, que se presentaba como idílico destino vacacional en un convulso 1936, a las cofradías habrá llegado, se supone, la certeza de que lo incierto ha venido para quedarse por una larga temporada. A los personajes interpretados por Concha Velasco, José Sacristán, Paco Rabal, Analía Gadé o Ángela Molina se les aproximaba, mes a mes, el fuego del frente de batalla, y no les dejaba de condicionar la vida esa otra violencia instituida en la retaguardia. A nuestra sociedad, de la que las cofradías, como cualquier comunidad cristiana, son parte permeable y, ojalá, transformadora en su pequeña medida, también la tambalean el fuego de la incertidumbre y la violencia de la discordia.

En tempestad por tanto, a lo largo de la travesía que continúa, como un diario de notas sueltas se va escribiendo la historia de nuestras hermandades en el año en que no hubo procesiones, no sabemos si el único o el primero de… ¿cuántos? Los colaboradores de Pasión en Salamanca, en su regreso de este octubre, añadirán valiosos apuntes en sus columnas, como un marzo cualquiera se nos iba llenando con citas en la agenda: viacrucis, revistas, conciertos... Ya besar los pies del Rescatado solamente con la mirada profetizaba la largura de un marzo del que no acertamos a divisar el último viernes. Al próximo besapiés iremos con mascarilla, claro, y también le miraremos con ojos de súplica. Es muy posible que entonces nos sintamos mirados y al fin comprendamos lo que tanto nos cuesta vivir: que nunca hemos estado solos, que Él siempre ha caminado con nosotros, que nunca ha dejado de ser Pascua.

 

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