lunes, 15 de noviembre de 2021

La cabildera

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 Álex J. García Montero

Procesión del Corpus 2020 en la catedral de Toledo / Foto ENCLM

15-11-2021

El mundo del toro ha aportado (y sigue aportando) al mundo de la cultura un sinfín de términos y vocablos dignos de lenguas arcaicas y profundamente arraigadas en el sentir popular. Actualmente, uno de los rasgos más definitorios de la pésima situación del toreo es precisamente ese, el que apenas aporta a la cultura, quizás porque la cultura general es la gran derrotada de la victoria tecnológica. Salvo comentarios, dimes, diretes en refritos churreros de tomates y otras agrias viandas verduleriles, el toreo ha desaparecido del espectro cultural actual (tanto en medios de comunicación como en conversaciones de acera, barra, asfalto y grana).

De antiguo, la manera de ir aprendiendo de toros era saber un montón de suertes. Si presumías de vocabulario taurino, eras capaz de mostrar y demostrar que tenías tablas a la hora de explicar y saber de toros para que nadie te pillara tomando el olivo o acunado en las tablas de la ignorancia. Eras, como Fernando Fernández Román, catedrático en los medios, y no sólo en los de comunicación.

La mayor parte del vocabulario taurino tiene dos orígenes. Uno, más minoritario, el religioso. Otro, más amplio, es el de los creadores de sus suertes. Así, la suerte de la «verónica» hace referencia a trastear con el capote como dicha mujer al toro que viene estilo Cristo en su vía dolorosa. Las «manoletinas», por el contrario, muestran claramente el origen personal del torero califal y macareno.

Evidentemente, toros y religión, religión y toros, han quedado postergados al ostracismo de la ignorancia ibérica, antaño, ruedo de universidad popular sustentado por la picaresca y el hambre a partes iguales.

De esta forma, la semántica del metalenguaje, en palabras de Tarski, se da de manera sin igual en estos mundos sagrados, separados de lo vulgarizado por la inmediatez de un hastiado presente, caducable cada milésima de segundo, siguiendo la circularidad perennemente aburrida de Heráclito.

Es difícil atribuir la originalidad de una suerte por completo a un torero, pues, aunque sea creación de éste, el matador suele basarse en otras suertes que, por supuesto, domina. La «lopecina» es un buen ejemplo de esto. Aquí Madrid se fusiona con otros lugares en la apoteosis del albero venteño. También es complicado, pues una cosa es vérsela ejecutar a un torero muchas veces y otra la esencia de la suerte que, muy probablemente, surja de otros matadores de menos rango, sin doctorar ni confirmar.

Voy a hablarles de una suerte muy dispar que, según quien la ejecute, produce resultados parejos u opuestos, según los lugares, vientos, corrientes e hinchadas (hemos sustituido cabales aficiones por hinchadas irracionales).

La suerte en cuestión supone un toreo por delante con el capote, similar en parte a las «tafalleras», un desprecio hacia la afición y al toro y, finalmente, un ir de frente para ladear con suaves arrastres en el percal al uro. Parece que vas de frente y terminas de lado (y, a veces por detrás).

Dicho esto, si no se ve, se hace muy complicado visualizar en el campo platónico de las ideas sin pagar piso de plaza.

Esta suerte, «la cabildera», torea por detrás, porque nunca se va de frente (aunque en origen, antes del quite se vaya por delante). Lo importante, ciertamente es pagar piso de plaza, sin importar que la plaza es Plaza de Toros. En Toledo, quince mil cucos (parece ser) por hacer Tangana. En Ciudad Real, despreciar a todos porque la Virgen del Prado (hermoso nombre para María) no puede ni debe pisar la calle, porque la devoción más popular de la capital manchega hay que encerrarla en chiqueros hasta que alguien suelte más guita. En Sevilla y Málaga ir de frente para que Los Reyes pueda salir a la calle y una Magna con toda la Pasión devuelva la ilusión, casi perdida, a la Giralda y a Larios.

¿Y en Salamanca? Pues trastear hasta la saciedad, con más movimientos que una brújula con Parkinson, para permitir fundar sin pena ni gloria hermandades de origen albinegro, como los bravos patas blancas de Sánchez Cobaleda devenidos en viandas de matarife y barbacoa, y dejar la catedral para espectáculos de mojiganga dieciochesca. Si Ieronimus viviera, atizaría con el Cristo de las Batallas a más de un birrete capitular.

Una de las cosas que agradece uno, como aficionado simple, es que haya orden en la plaza. Es profundamente vergonzoso cómo tras el último puyazo al toro, hay una anarquía de figurantes que parece el «Corral de la Pacheca». Por ello, aunque ni los matadores ni el director de lidia puedan poner orden, siempre está la responsabilidad o irresponsabilidad del jefazo, que es en este caso el Presidente, llamado en algunos lugares, de Hispanoamérica, con mucha justicia y acierto, el Juez de Plaza.

Porque nos hemos acostumbrado a que con tanta «cabildera» de por medio, no hay juez de plaza, ni presidente, ni director de lidia… haciendo (y sobre todo deshaciendo) los subalternos lo que les place en gana por mor de organizar cenas un Domingo de Ramos frente a la sensatez litúrgica del Jueves Santo. O decidir qué entra y qué sale por la puerta grande (la de Ramos) con independencia de lo que pueda decidir el pueblo o el bufandero mayor. Cualquier día el Corpus sale de Pizarrales.

Y en este tiempo, queremos prohibir que los niños se vistan de Halloween, pero organizamos tanganas (de todo tipo) entre atrios, capillas, hornacinas, vitrales, nervios, fustes, capiteles y hastiales. Puede entrar la Peluso, pero no puede salir la Virgen. Al final «la cabildera», mal ejecutada, lleva a estrellar al toro en tablas, para que una vez cuasi descordado, finalice la magia de la maquia, disfrazada de un rosario de buenas intenciones en tarde de feria de buche, pollino y asno.

¿Hay algún matador que sea el origen de «la cabildera»? Matador de aniquilar y finiquitar ilusiones, seriedades, exigencias, liturgias… muchos, muchísimos. Tal vez, ninguno en concreto. Parece que «la cabildera» nació entre las dehesas del Campo de Peñaranda entre bufandas y paños de invierno tejidos magistralmente por un afable mayoral de jodentina ausencia. Pero, cualquier atisbo de realidad en mis palabras o imaginancias son pura coincidencia.

Y Ciudad Rodrigo, la entrañable Miróbriga, sin obispo.

 

1 comentarios:

  1. Excelente artículo de Alejandro G. Montero, donde pone de manifiesto las contradicciones de lo que supuestamente es cultura o no, así como la magia del mundo de los toros y organización o desorden, según los casos, cuando comienza el espectáculo en el albero. Todo ello aderezado con fina ironía, sorna y retranca, habilidosamente subrayada en el texto. ¡Enhorabuena!

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