miércoles, 2 de febrero de 2022

Además de Simeón estaba Ana

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Tomás González Blázquez ;

La profetisa Ana, por Rembrandt | Museo de Historia del Arte, Viena
02-02-2022

Versaba el último Lunes Cofrade sobre la luz que proyecta la Palabra de Dios sobre las imágenes sagradas y el reflejo que de ellas se desprende, como en un sinfín de evocaciones visuales del Verbo encarnado y, solo entonces, revelado de forma definitiva. Bien podía haberse seguido esa aproximación guiada por Tomás Gil de una plasmación práctica e itinerante, pero no hubo quorum esta vez para que se concretara la propuesta lanzada a cofradías y resto de comunidades. Como la idea no tiene derechos de autor ni los argumentos que la sostenían perderán vigencia quizá en otra ocasión alguien la aproveche.

El caso es que, a estas alturas del año, segundo día de febrero, Las Candelas, con procesión litúrgica y todo por si alguno quiere ir tomando posiciones, ya no quedarán cofrades ignorantes de los días D correspondientes a esta tercera Semana Santa de pandemia. Para mayor precisión, falta justo un mes para que nos sea impuesta la ceniza, un mes de «precuaresma» con sus rumores y sus verdades, acaso protagonizado por protocolos y decálogos pandémicos de aplicación cofradiera que, lo admito, seguramente por cierto empacho profesional, se me hacen bola.

Lo importante es que la Palabra y su luz, que hace nueva la imagen, tienen hoy un día de fiesta que se continuará durante el segundo domingo de la cuaresma. Si hoy celebramos la Presentación en el Templo («Luz para alumbrar a las naciones», Lc 2,32), entonces se nos mostrará la Transfiguración («Su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz», Mt 17,2). Con gran acierto, la Hermandad Universitaria ha escogido esa fecha para honrar al Cristo de la Luz. Se completará este oficioso y luminoso triduo cuando se encienda el cirio pascual en la noche santa de la Resurrección y nos alegremos de la victoria del Salvador, el que fue sostenido en brazos siendo un niño de cuarenta días por un anciano al que Dios había alentado con la promesa de mostrarle al Mesías. Pocos, yo diría que ninguno como él, estrechan tanto la Palabra y las imágenes sagradas que las cofradías compartimos como su expresión. El viejo Simeón profetizó la espada de María, y cada vez que vemos una Dolorosa, con su puñal en el pecho, o con los siete en que recorremos sus angustias, se nos señala ese primer dolor del día gozoso en que a la Madre se le cumplía el tiempo de la purificación. Luego los artistas la han tratado y las devociones populares la han decantado, pero es en la profecía inspirada de Simeón donde nace esta iconografía tan bíblica y tan cofradiera, y por ambas razones tan profunda.

Como de Simeón se ha escrito y se escribirá mucho y mejor, quiero acordarme del otro personaje secundario. No la ignora el relato de Lucas (2,36-38): «Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén».

Una viuda anciana esta Ana. Perfil abundante en los bancos de nuestras iglesias, en algunas mayoritario, en no pocas casi único. La edad y el estado nos la dibujan, pero subrayo que no se apartaba, que servía, que hablaba del Dios al que alababa: constante, servidora, valiente y alegre en el testimonio. ¡Cuánto tengo que aprender de esta hija de Fanuel! Me vale como modelo sin ser anciano ni viudo. Como me valen las Anas que he ido encontrando en mi cofradía y en la Iglesia, casadas, solteras y viudas, consagradas bajo la regla de la clausura o en medio del mundo, y también en los pueblos alistanos donde trabajo.

Las Anas cofrades son constantes. Por su edad, muchas de ellas, han llegado de mayores a las listas de las hermandades. Estaban cerca pero sin figurar, porque no podían o porque no había costumbre. Una vez dentro, rara vez se apartarán de su cofradía. Allí estarán para lo que se vaya necesitando, en una presencia sigilosa y fiel.

Son unas Anas servidoras como pocos cofrades. Las he visto leer, cantar, coser, bordar, limpiar, barrer, preparar meriendas… pero, sobre todo, rezar cuando a otros cuesta, salir en procesión cuando otros remolonean y poner los medios para resolver conflictos entre cofrades cuando otros no se han atrevido. Sin embargo, no está su sitio allí donde impere la notoriedad, y como ayunan de ficciones moradas, no verán escudriñadores de cuentas ni husmeadores de candidaturas donde no los hay, ni tampoco sucumbirán a las medias verdades de los dimes ni a las mentiras completas de los diretes.

Valientes y alegres como esas Anas necesitamos muchas en nuestras cofradías. Que se nos note como a ellas que hemos tenido el mismo gozo que Simeón. Han sido las mejores transmisoras de la fe, las abuelas que han llevado de la mano a sus nietos hasta las mismas aceras de las calles por donde pasan las cofradías, que les han ido sacando el bajo de la túnica crecedera y que han guardado en el mejor lugar de su cartera, de su mesilla y de su memoria ese rostro de Cristo que es llevado del templo al mundo, alumbrado por las candelas de un testimonio hermoso, coherente, creíble.

 


 

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