viernes, 4 de noviembre de 2022

El Cristo yacente de Santa Clara

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 Ramiro Merino

Yacente del convento de Santa Clara, Palencia

04-11-2022

En la cruz (...) / el silencio de Dios / encoge el alma (...)
Este Cristo yacente / vaciado sin límites ni excusas /
entregado al abismo de la muerte (...)

Me permito la licencia de autocitarme. Los versos pertenecen al poemario Camino de imperfección. Ciertamente, la pasión de Cristo nos interpela de un modo misterioso e imprevisible. Cuanto más nos adentramos en su misterio, más intensa es la brasa que nos arde en la conciencia. Y ese tocar el alma, deslumbrando o traspasando, no depende de nuestra voluntad, sino que surge y se impone arrebatador al margen de los tiempos y las modas culturales, y en momentos no previstos o premeditados.

Algo así debió de sucederle a don Miguel de Unamuno ante la contemplación del Cristo yacente de Santa Clara, en la iglesia de la Cruz, de Palencia. La imagen es impactante y evidentemente conmovió a nuestro genial escritor. De hecho, él mismo nos aclara que escribió el poema ―un poema extenso, de más de ciento cincuenta versos― en tan solo dos días de una visita que realizó a la ciudad.

Por razones evidentes no puedo detenerme en un análisis detallado y profundo ‒tampoco es el objetivo‒, aunque sería realmente interesante. Hay otro aspecto más revelador: la dimensión trascendente y agónica que se manifiesta en el poema. Quiero decir que todo en él revela, en una perfecta simbiosis de fondo y forma, la verdadera fe, la fe que se interroga, que sufre, que agoniza, que no se conforma, que lucha permanentemente. En definitiva, el Unamuno más auténtico que todo lo convierte en interrogantes y antítesis; pero también nuestro propio yo, que duda y se formula, de alguna manera, cuestiones parecidas.

Dada la imposibilidad de reproducir el poema ‒recomiendo su lectura‒, intentaré reflejar algunos elementos significativos que nos muestran esta idea que he señalado. Por ejemplo, la contraposición entre el Cristo de la imagen, con los ojos cerrados cara al cielo, (muerte-tierra-materia-nada) marcado con rasgos negativos (cadáver / solo carne muerta / boca negra / entrañas negras / sangre negra), por la degradación fonética y semántica (mojama / escurraja / andrajo / zurrón de huesos / carroña), el Cristo inmortal como la muerte / la pura voluntad que se destruye / muriendo en la materia / (...) no resucita; ¿para qué?, no espera / sino la muerte misma y el Cristo agonizante de la Cruz, el del huerto de los olivos que suplica al Padre que le evite al amargo cáliz.

El primero está libre del pensamiento, de la congoja atroz del pensamiento, de la recia batalla del espíritu. La piedad popular lo ha revestido de supersticiones secas. Y las pobres franciscanas del convento (...) / cunan la muerte del terrible Cristo ‒subrayo el calificativo terrible‒ / que no despertará sobre la tierra / porque él, el Cristo de mi tierra, / es solo tierra, tierra, tierra, tierra... / carne que no palpita. Hasta tres veces, casi seguidas, obsesivamente, repite el poeta la secuencia tierra, tierra, tierra, tierra... El segundo (vida-cielo-espíritu-todo) es el de la fe en lucha permanente, en ascuas, el que mueve el dolor de pensar buscando a Dios, el desasosiego, el ansia de inmortalidad y también la esperanza que todos llevamos dentro. De ahí la exclamación que culmina el extenso poema: ¡Y tú, Cristo del cielo, / redímenos del Cristo de la tierra!

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