lunes, 14 de noviembre de 2022

Sintámonos administradores, no dueños

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Paulino Fernández

Cristo Yacente de la Misericordia | Foto: José Javier Pérez

14-11-2022
 

Noviembre es, sin lugar a duda, uno de los meses clave en la actividad cofrade fuera de la Semana Santa. El frío, el cambio de hora y la dinámica litúrgica propia de estos días convierten este tiempo en una buena puerta de entrada, un reenganche, de las presencias semanasanteras en nuestro día a día. Casi un prefacio magnífico para que, durante el adviento y la Navidad, las hermandades concentren sus actos ‒ya litúrgicos, ya caritativos, ya devocionales‒ en unos pocos días. Y luego vuelvan, en no pocos casos, a dormir el sueño de los justos hasta que la cuaresma vuelva a despertarlos del largo letargo.

El 2 de noviembre, conmemoración de todos los fieles difuntos, es una de esas fechas litúrgicas que mueven y conmueven el ánimo de tantos y tantos creyentes, cofrades o no, y que nos conectan de un modo más directo con nuestros antepasados y, por supuesto, con su fe. Y las hermandades, desde luego, no son ajenas a estas sensibilidades.

Cuando se acerca la fecha, o incluso cuando ya ha pasado, las Juntas de Gobierno de las diversas corporaciones ven cómo se va ablandando poco a poco su ánimo y convocan, repartidas a lo largo del mes de noviembre, una eucaristía por todos los hermanos difuntos. Algunas, la mayoría, dedicadas a rememorar a aquellos que fallecieron desde la última eucaristía. Otras, las menos, rezan por todos los difuntos, sin importar cuándo se produjesen. En cualquier caso, se trata de una de las iniciativas más loables de todas las hermandades. Recordar a aquellos que ya partieron a la casa del Padre y honrar la memoria de los que, en la misma hermandad, recorrieron el camino de la fe. En definitiva, un gesto amoroso con quienes, teniendo en cuenta sus talentos, trabajaron de una manera u otra por la buena marcha de la hermandad en cuestión o que, incluso, dieron los primeros pasos para que estos ámbitos eclesiales, tan importantes y útiles para el anuncio en el siglo XXI, pudiesen existir en la forma que hoy los conocemos.

Sin embargo, honrar la memoria de todos aquellos que murieron no puede reducirse única y exclusivamente a una eucaristía. Ni siquiera a portar durante los desfiles pequeños recuerdos temporales ‒como es el caso de muchos crespones en los pasos‒ o permanentes ‒como las insignias que algunas hermandades colocan en sus andas‒. No. La rememoración de todos los difuntos de la hermandad se construye, y manifiesta, desde dos aspectos fundamentales.

En primer lugar, desde el respeto a la tradición recibida en cada corporación. Sí, tradición con minúscula; que no puede ser confundida ni comparada con la Tradición con mayúscula. Cierto es que el respeto a la tradición no puede convertirse en el indietrismo, que denuncia el Papa Francisco: no debe considerarse como un límite inamovible. Pero, por el contrario, debe ser la raíz que sustente su evolución y avance; entendiendo que las corporaciones se cimentan sobre unas características que le son propias y diferenciadoras, que las ayudan a ser quienes son y a evangelizar en el campo que le es propio.

Y este primer elemento nos conduce al segundo: comprender que la hermandad no es mía, sino que es una iniciativa eclesial en la que, circunstancialmente, sirvo. Es decir, comprender que somos meros administradores y no dueños; tomar consciencia de que, al igual que todos, somos contingentes. Callar las voces que nos piden «hacer historia», «revolucionar la Hermandad», «adaptarla a los nuevos tiempos», «dejar nuestra impronta» y comprender cuál es nuestro verdadero trabajo. No, la hermandad no fue de tal hermano. No es de este otro. Ni será del que venga. Es una asociación que actúa en nombre de la Iglesia y, por ello, debemos aprender a poner nuestros talentos a trabajar por ella y, llegado el momento, saber hacernos a un lado para que otros puedan reforzar su acción pastoral. Saber, como nos dice el Evangelio, aceptar cuándo dejamos de ceñirnos las túnicas y asumir que iremos a donde otros nos digan.

Si no aprendemos que somos usufructuarios de cuanto nuestros hermanos han puesto en marcha, si nos consideramos verdaderos propietarios, corremos el riesgo de que la hermandad muera, y no por muerte natural, en el momento en el que nosotros dejemos de estar vinculados a la misma.

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