lunes, 21 de noviembre de 2022

Y Dios hizo el sábado para el hombre

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 F. Javier Blázquez

Hermanos de carga del Cristo de la Agonía Redentora | Foto: Alfonso Barco

21-11-2022


El obispo emérito, llamado Carlos como el río al que Dámaso Alonso introdujo para siempre en la Historia de la Literatura, sentía especial orgullo por esa parte de las normas diocesanas que ubicaba en la estructura de la diócesis a la Coordinadora de Cofradías. Y creo que todos, más o menos, coincidimos con esta apreciación. La Coordinadora nació casi de la nada por obra y gracia de un vicario permanente que, como otro río, más cercano que el de Massachusetts, aparece y desaparece entre las hijas de Ruidera. Y que me perdonen los amigos geógrafos, Fernando el editor y Martín el apátrida, que ya sé por dónde me van a venir. Efectivamente, aunque en el título universitario que me entregaron –rugoso y amarillento ya por el inexorable transcurrir del tiempo– se lea Geografía, bien sabe Dios que en mi vida la Literatura se impuso siempre sobre la ciencia de Humboldt. Pero estábamos con la Coordinadora, que había nacido sin saber muy bien para qué. Bueno, realmente sí se sabía, pero al no ser consistente el discurso oficial las dudas superaban a las certezas. Menos mal que llegaron las normas y con bastante atino la encajaron en la diócesis y, desde su ubicación ya reconocida, pudo clarificar los objetivos. Desconozco si llegó Dios a ver que era bueno, pero muchos así lo creímos y proclamamos.

La Coordinadora, en todo caso, antes y después de su normalización ha realizado un buen trabajo. El equipo que la constituye está integrado por cofrades capacitados y la oferta formativa y espiritual que está llegando es fructífera. Y, sin embargo, en los runrunes inevitables que surgen tras los plenos en el sector de las penitenciales, y no solo de la capital, quedan bastantes recelos. Y que conste que nadie cuestiona ya su existencia ni finalidad. Las prevenciones surgen, quizás por exceso de celo en los coordinadores, tal vez por incomprensión de los dirigentes cofrades, cuando muchos de estos últimos llegan a colegir que, más allá de la oración y la formación para afianzar entre los cofrades la conciencia de pertenencia a la Iglesia, diocesana y universal, se asume una función policial o de Junta Suprema intradiocesana que vigila y controla, o al menos aspira a controlar, como si de un Gran Hermano se tratare. Negarlo, como hacen algunos, es cuanto menos contraproducente. Porque decirlo se está diciendo en más de un sitio y los conflictos embrionarios hay que abordarlos cuanto antes, con tacto y firmeza.

Las Normas de las Cofradías han sido buenas porque la diócesis ya cuenta con una referencia de la que carecía. Pero cuidado, que por encima de la norma debe estar siempre el espíritu que la alimenta y, sobre todo, el sentido común. Los discípulos comieron el grano de la espiga en sábado y los celosos guardianes del precepto, fariseos ellos, se lo recriminaron a Jesús. La respuesta no pudo ser más contundente, «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,23-28). Las leyes son necesarias, quién lo va a negar, pero la reglamentación excesiva o la literalidad agobiante en su aplicación acaban por matar su espíritu. Cristo el galileo solo dictó un mandato, el del amor, y fue suficiente. No lo olvidemos. Las normas y cánones que vinieron después surgieron por necesidad, pero si solo miramos la letra perdemos lo fundamental. Las cofradías, canónicamente, dependen jerárquicamente del obispo. Los demás cuerpos intermedios están solo para ayudar. Así que pedagogía, como dicen con pedantería nuestros políticos. Las cosas hay que hacerlas sin que nadie perciba la intrusión que en ningún momento se debe dar. Los medios propuestos, por Coordinadora y Obispado, hay que acogerlos como ayuda subsidiaria que puede ser muy buena cuando se sabe aprovechar.

Si no se alcanza este este equilibrio, tenemos conflicto asegurado. Soterrado al principio, aflorado después. Y sería una pena, porque los medios, cuando no se convierten en fines, ayudan. Y sería una pena, tan honda como la que sentía Dámaso Alonso al pasear entre las brumas invernales por la ribera del Charles.  «La tristeza del río era la mía y el tiempo era mi tiempo», llegó a confesar después de escribir esos versos que tanto pesar dejaron entre quienes le conocieron: «Carlos es una tristeza, muy mansa y gris, que fluye / entre edificios nobles, a Minerva consagrados / y entre hangares que anuncios y consignas coronan. / Y el río fluye y fluye, indiferente».

 

 

 



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