lunes, 13 de marzo de 2023

Un camino por recorrer para una pastoral cofrade fuerte

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 Paulino Fernández

Detalle de la Oración del Huerto | Foto: Camacho

13-03-2023

Llegados a este punto y a este extremo, ante mí se abría un abanico de posibles textos y artículos que, a buen seguro, generaría una mayor cantidad de interacciones, de visitas y de likes y dislikes en redes sociales. Podría dedicar estas líneas a desahogarme sobre la decisión dominicana del costal. Daría mucho juego, a buen seguro, aludir a estas cuestiones y erigirme como vigía y custodio de su tradición; aludiendo al inconmensurable cariño que me une a esta hermandad, que me incluyó en la nómina de los cofrades charros, y a la enorme devoción que me provoca la advocación de nuestro Padre Jesús de la Pasión. Sin embargo, ese cariño que me une a la corporación, esa devoción y, sobre todo, el respeto a cuantos se escornaron por erigir y afianzar la hermandad –muchos de los cuales me acompañaron en los primeros pasos de mi vida cofrade– son los que me inclinan a preferir dedicar estas letras a otras cuestiones y, sin airear los posibles desencuentros, lavar lo que estime que hay que lavar en casa. Que ya lo dicen los de las pizzas, «como en casa, en ningún sitio».

Esto, aunado a que nos encontramos inmersos en el sínodo sobre la sinodalidad, ha decantado que mi artículo se centre en una cuestión de un cariz capillita-eclesiológico más que cofrade-tertuliano del Sálvame que vende sus desgracias cofrades como si esto fuese la portada del ¡Hola! tras una boda de segunda.

Hace algunos textos, concretamente hablando de la «capirotitis aguda», me percaté de un ombliguismo cofrade que, para mi (no) sorpresa, había dado el salto a ambientes que se presumen más serios. Y, en plena entrevista de un medio de comunicación online con su excelencia, monseñor Retana, decidieron dedicar una pregunta –más bien una reflexión que no se había pedido– sobre el supuesto malestar de una sociedad cofrade que había notado su ausencia. Me sorprende que ese sea el sentir mayoritario. Quizás, y solo quizás, es que no se ha preguntado lo suficiente. O que la pandemia está más extendida de lo que me esperaba. O que el que está equivocado soy yo. Sea como fuere, este aspecto, junto con la conversación que tenía con un buen amigo cofrade (o cofrade amigo, como quiera verse), sobre si la Iglesia es justa con las cofradías (que pocas veces se plantea al revés), me ha llevado a cuestionarme qué líneas debería seguir el cofrade de a pie para conseguir una pastoral cofrade o, mejor dicho, que el cofrade sea visto como un agente de pastoral más.

En primer lugar, es necesaria una profunda conciencia de koinonía. Define el Cardenal Semeraro la koinonía, desde la perspectiva del Concilio Vaticano II, como una común participación, como sucede en otros espacios de la Iglesia. Es, pues, un llamamiento a la participación en los sacramentos y en la asamblea de la Santa Madre Iglesia. Así, el cofrade debe superar la diferenciación Iglesia-Cofradía, que a veces se torna en enfrentamiento, entendiendo que la cofradía es, por naturaleza, parte integrante de la Iglesia –y no al revés–. Debe fomentarse desde cada corporación, incidiendo en el acceso a los sacramentos, invitando a la participación en la eucaristía y en el anuncio –y la vivencia– de la Palabra. Igualmente, la koinonía se expresa también modificando las formas –que no los servicios– de gobierno: pasando a una corporación más colegial, abierta y transparente para sus hermanos.

Esto conllevará, indefectiblemente y de un modo más claro en los servicios de responsabilidad, un replanteamiento y conversión de la vida cofrade hacia la diakonía. La pastoral cofrade debe pasar por reconvertir las estructuras de responsabilidad, y los vicios que en ella se adquieren, hacia el servicio. Ello requiere comprender que las hermandades que están en comunidades religiosas son invitados en una casa y que, por consiguiente, es necesario buscar la manera de llevar a cabo nuestros planes de pastoral en sintonía y consonancia con los de la comunidad que nos acoge, acompasando los nuestros a los suyos y no al revés; colaborando también con nuestros capellanes cada vez más saturados, que deben bregar, no pocas veces, con los problemas que nuestras hermandades les provocan. Esto se da también al intentar, de la misma manera, servir a nuestros hermanos. Porque el ejercicio de la caridad no puede ser verdadero si volcamos nuestros esfuerzos en ayudar en periferias alejadas, si en la periferia de la Casa Hermandad se repite la realidad de Epulón y Lázaro día tras día.

Por último, requiere una reconversión al kerigma. Nuestras asociaciones públicas de fieles deben volver a colocar en el centro de su acción el anuncio y la proclamación –en obras y palabras– del Reino y de la acción salvífica de Cristo. Deben abandonar las vacuidades que llenan su día a día, sobre parihuelas, dorados y faroles, y retornar a la centralidad del Evangelio. Deben, en definitiva, volver a buscar su aspecto catequético, en una sociedad cada vez más analfabeta en cuestiones de fe y dejar la superficialidad que no es si no signo de la crisis existencial que atraviesan y de la que no pocas saldrán malparadas.

En definitiva, si queremos una comprensión eclesial plena de nuestra labor, no podemos quedarnos de brazos cruzados alegando que el obispo –o que el prior o el superior– deben venir a llenar con su presencia el vacío de lo que nosotros ofrecemos. No. Antes bien, somos nosotros quienes hemos de acrecentar nuestra realidad y acción pastoral, a fin de que comprendamos plenamente lo que somos y dejemos ese constante sentimiento de inferioridad/abandono derivado de nuestra incompleta autoconsideración.


 

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