miércoles, 3 de mayo de 2023

Mulilleros y areneros

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Álex J. García Montero

Fotografia: Javier Barco

03-05-2023

 

a José Joaquín Fueyo Belda, con cariño

Todo aficionado taurino sabe cómo es un paseíllo. Tras el alboroto de la entrada, búsqueda y colocación del sacro en los sillares de la plaza, previa lisonja de acomodadores y saludos a diestro y siniestro para que dejarse ver en las localidades, los alguacilillos comienzan el despeje de plaza. A continuación, tras nervios en el túnel de cuadrillas, o meditaciones en capilla, comienza el paseíllo.

Normalmente, matadores, cuadrillas de subalternos, picadores y sus respectivos monosabios, o bien, en las de rejones, auxiliadores y caballeros… y finalmente, los areneros y mulilleros. Todos tienen la obligación de saludar al presidente, y los mulilleros y areneros, obviamente también. Recuerdo haber actuado de mulillero en la Plaza de Salamanca y el saludo era breve, conciso, respetuoso y digno: una leve subida de cara sincronizada miméticamente con el destoque de gorra, una leve bajada y un centraje totalmente mimético al volverse a tocar de gorra o chapela. Ahí acababa toda cortesía a la presidencia, pero como me dijo un viejo tratante que organizaba cuadras de caballos de picar y mulas de arrastre, ese saludo refleja la importancia conferida a todos los participantes de la lidia sin igual, aunque la jerarquía se siga manteniendo de principio a fin.

Al fin y al cabo, el paseíllo es el prolegómeno que explica, sin la presencia del toro, toda la lidia. Quedarían los veterinarios, sanitarios, mozos de cuadras, matarifes de desolladero, acomodadores y demás estirpe laboral que participa en una tarde de toros. Pero quizás, podamos decir con justicia, que los mulilleros representan también, como en la Tragedia Hegeliana del Amo y el Esclavo, a todos esos sectores, sin los cuales, no habría toros, por muchos profesionales del sector que se dieran y el ganado saltara al albero en perfectas condiciones de lidia.

El paseíllo refleja la jerarquía y la democracia. Es el reconocimiento a cada persona en la lidia. Es un spoiler, pues con las mulillas, casi seguro, intuimos el final de la fiesta.

De igual modo en la Semana Santa, hay muchas personas implicadas, a cada cual se le reconoce su papel, según las preferencias de los que mandan. Destacamos esos hermanos mayores que lucen traje o levita y saben manejar los entresijos de la ganadería asignada con profesionalidad o con alaridos propios de la berrea serrana. También quienes pululan alrededor como cuadrillas de bandas y bandoleros que incluso sin hacer gala de su pertenencia a la hermandad, presumen de ello y de manipular continuamente según sus intereses, a través de iniciativas poco, escasa o nada inocentes, tal como reflejó Charo hace semanas. Piensen aquí en porta pasos, amigos del costal, cargadores de muelle, músicos de dar nota, (in)capataces, carpinteros y priostes que nunca declaran lo que trabajan por la hermandad (a veces en tantas letras que el abecedario se queda sin ellas), curas y frailes que usan las penitenciales según sus propios fines nulamente vocacionales… y un sinfín de personajes que aparecen y desaparecen de las hermandades según vengan las lluvias de primavera. Mucho alguacilillo para despejar lo incómodo y pocos o ningún mulillero para no incomodar.

¿Y qué hay de aquellos que desde el silencio sirven a la hermandad todo el año? Por ejemplo, ese Paco o ese Ángel que no para de hacer favores porque, como es pensionista, puede disponer de todo el tiempo del mundo, ese José que se pasa todo el día limpiando enseres y preparando las eucaristías dominicales, ese Manuel que lleva las cartas a los hermanos y ahorra un considerable dinero a las arcas de la cofradía. O esa Marga que junto con Tinín lleva la publicación de la cofradía (revista, anuario…) y que nunca son reconocidos en público, salvo para darles caña si se equivocan en cualquier detalle que pasa para los demás desapercibido. Pero que sirven muy bien de diana para arremeter contra ellos para demostrar la autoridad ante las moscas, y no ante los cañones. Son apartados en cualquier acto de la hermandad o relegados a los últimos sitios.

Claro, tienen, tenemos, fama de desagradables, mal encarados, directos, sin filtros… porque bien sabemos que la vaca o está preñada o está sin preñar, pero solamente la puntita no vale. Y últimamente hay varias penitenciales que no sabemos si están «preñás», pero jodidas, un cuanto.

Porque el mulillero y el arenero, son los encargados de quitar lo que estorba en el ruedo, limpiar y alisar el albero y dejar todo como si no hubiera pasado nada, ni siquiera en una cogida. El espectáculo debe continuar y somos nosotros, a pesar de nuestro agrio carácter y marcada personalidad asocial, los que hacemos Semana Santa todo el año. Limpiamos mierda y lustramos conductas de personajes que nos están vejando todos los días. Y, además, nos creemos que lo hacemos por servir al titular o titulares de la hermandad, no por vanagloria personal ni siquiera del que esté arriba. Porque arriba y abajo, en las cofradías, es más relativo que el apego de la religiosidad popular (término denostado por mi persona) por parte de prestes, obispos y arzobispos. Hay areneros y mulilleros que sí, que están todo el día de lisonja continua al que manda, pero esos terminan como un mal monosabio cogido por el toro en cualquier salida en falso hacia los medios. Pero la mayoría de los silentes, auténtica hermandad afónica, trabajan y trabajamos para que durante todo el año la gente sienta que la hermandad muerta está viva. Que la Semana Santa vive en una ciudad volcada con la hostelería y sus políticos, pues para eso estamos en año electoral.

Por eso, tras la presentación del esperpento metálico en Salamanca y pétreo (artificial) en León, pudimos observar un paseíllo con presidentes incluidos. Y el onanismo llevó a la autocomplacencia de haber celebrado una Semana Santa excepcional (hemos dado frutos con raíces secas). Incluso se vanaglorió de que el pregonero no diera un mitin o que el alcalde no diera un pregón (no lo atisbo a ver). Y así, podíamos seguir. Pero amigos, aparecerá el toro y habrá que lidiarlo. Y quedaremos los de siempre, los mulilleros, para tirar de todo esto. Y los areneros para allanar el camino, a modo del salmista. No nos gusta el Amén, ni siquiera el de Évole al Papa o peor aún, el del Papa a Évole (eso sí que es arrastre y lo demás tonterías).

En los paseíllos de autoridades hacen falta mulilleros que retiren los muertos y areneros que limpien las heces de la ignominia y la autocomplacencia onanística. Decía Paco Gómez que la Vera Cruz nos necesitaba. Quizás olvidó que la Vera Cruz decidió prescindir de su principal valedor: las religiosas que día sí, día también, hacían vela y adoración perpetua ante el Santísimo en la capilla de la calle Sorias. Y sin toro no hay fiesta. Aunque esto de la presencia real de Cristo en la Eucaristía no sea Agenda 2030 ni conciencia social (episcopal).

Lucen más los palmeros que actúan como alguacilillos para presentar lustrosas en primer plano a las juntas de gobierno. Pero somos mulilleros y areneros los que haremos posible la Fiesta. Al fin y al cabo, de los alguacilillos siempre se podrá prescindir. Algunos, muy hiperbólicos ellos, preferirían más cortesías lusas que paseíllos hispanos.

Aquí seguiremos, ceñida la faja (y no precisamente la del costal), chapela en cabeza y tralla, mucha tralla, que falta hace.

Aunque haya pasado, desde mi escritorio, en el día de hoy, ¡Feliz Lunes de Aguas!

 


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