lunes, 16 de octubre de 2023

Cortarse la coleta

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 Álex J. García Montero

Ricardo Flecha en una conferencia que pronunció en la tertulia | Foto: Pablo de la Peña

16-10-2023

(Dedicado a Ricardo Flecha Barrio, D.E.P.)

Moño, coleta… diferentes modos plásticos para remitir a una realidad, la parte posterior del pelo hecha ovillo de protección y símbolo de toda una profesión, vocación, pasión y entrega: el toreo.

Parece ser que la coleta nació como protección frente a caídas que podían ser fatales por lesiones craneales de los toreros. Desde los chulos goyescos, la coleta (y a veces la redecilla unida a ella) ha sido todo un emblema de la torería en nuestro país.

Frente a lo recargado de trajes, brocados, bordados, pasamanería y demás rocalla ligada indisolublemente a la vestimenta de los toreros, tanto de oro como de plata, por mor de un origen de la misma ligada al barroco más extemporáneo, la coleta surge en la cabeza de un torero como una flor en el cemento más abrupto. Es sencillez no impostada que casi insulta, sin pretenderlo, por su sobriedad manifiesta al resto de ropajes y trastos de los matadores.

Por eso, esta hipófisis externa de toda una vida de Sísifo en los alberos, condensa, concentra y muestra en escasos centímetros o milímetros cuadrados el círculo vicioso de maridar vida y muerte cada tarde en cada coso.

Cuando un torero, decisión tomada bajo los burladeros de la soledad y la hibernación del invierno, decide dejar su carrera profesional para dedicarse a otras cosas (muchas veces ligadas al toro, obviamente), solemos emplear la aserción «cortarse la coleta» para poner punto y final (la mayoría de las veces, punto y seguido) a su existencia taurómaca.

Cuando escribo estas líneas, dos acontecimientos han marcado estos últimos tiempos. Por un lado, la consabida despedida de Julián López, «El Juli», de los ruedos. Grandes faenas las realizadas por este torero nacido y crecido en un entorno urbanita, pero más entregado al campo que cualquier ecologeta de villa y corte. Somos muchos los que hemos crecido, desde nuestra madurez, sintiendo como iba creciendo y creciéndose El Juli ante la adversidad del toro, de la vida y de la política (o antipolítica). Lo que fue un niño devino en mozo y terminó en una madurez estilística que alcanzó su cénit con las lopecinas, gran suerte creada (las suertes en el toro no se inventan, siempre se crean y se recrean hasta rozar la perfección de introducirse en los agujeros negros de la muerte desde la existencia de la vida).

Por otro lado, tras una vida entregada al arte, a las personas y a Dios, Ricardo Flecha, uno de los tantos zamoranos que hizo que nuestros vecinos del norte de este antiguo Reino de León, apostara por maridar sin ambages, clasicismo, vanguardia, retrospectiva, contemporaneidad, medievalidad, románico… desde la raíz. No en vano, cualquiera que haya (hayamos) contemplado sus obras no nos ha dejado indiferentes. Junto estas letras y sentimientos el día de san Froilán, patrón de León (y también de Lugo), incansable eremita compañero del también zamorano, san Atilano. Y Témporas de Acción de Gracias. Cortarse la coleta es agradecer una vocación, una entrega absoluta a la vida entendida como asíntota de la muerte.

«RaíZes». Así se podría titular cualquier exposición (con Z de Zamora) de este autor, heredero contemporáneo de la mejor Escuela Castellana, junto con otros autores ligados al territorio leonés de esta permanentemente actual y arcaica «Escuela Leonesa». Se me ocurren bote pronto, además de Coomonte, Higinio Vázquez o Antonio Pedrero en Zamora; Laureano Villanueva y Ángel Estrada en León (o el histrionismo de Melchor Gutiérrez y las aportaciones de Manolo Becker), y sin lugar a dudas Fernando Mayoral, Venancio Blanco y Agustín Casillas, junto con Andrés Alén o Vicente Cid en Salamanca. Posiblemente, habrá más, como sucede con la obra religiosa, civil, pasional, del propio Amancio González en tierras leonesas junto con el contemporáneo, trasgresor y siempre actual Carlos Cuenllas. Incluso el propio forjador y Vulcano de sueños José Luis de las Cuevas en León. Son sabios que nos han legado una obra que refleja el pasotismo del tiempo ante lo efímero de las modas.

He de confesar que no he sido muy «devoto» de Flecha como imaginero, quizás influida mi personalidad, en otras orillas temporales, por el barroquismo de lo bético. Pero de un tiempo a esta parte, gracias al penitente Javier Blázquez, al que pronto Palacio exigirá carta de pago (y flagelo consiguiente) en la Vera Cruz de San Vicente de la Sonsierra, he redescubierto a esta serie de autores por los que tengo un cariño especial. Y ese cariño viene desde una metafísica agnóstica de los cuatro elementos primigenios: el agua, el aire, la tierra y el fuego. Pues cualquiera que se acerque a las obras de estos sabios, lo hará desde la repulsión hacia una estética de cánones impuestos, quizás más que impuestos, impostados. Y gracias a esa repulsión inicial, totalmente comprensible en la física, se pasa, tras un proceso iniciático de amor a la raíz, al cariño metafísico de estas obras retorcidas como raíces de encinas cual tifones en la dehesa o en las tierras rayanas de Arribes, Sayago, Alba, Aliste, Tábara, Carballeda o Sanabria, alguna ya en mi Diócesis de Astorga. Qué decir de la Piedad legionense de las Bienaventuranzas, una anciana madre salida del horror de un Kibutz salvajemente vejado. O de la Cruz de Guía de la Hermandad Franciscana, injerto salvífico en la noche charra de Sábado de Pasión. Las obras de Flecha, darían para miles de letras silbadas en el viento del paso del tiempo.

Ricardo, el «Oteiza zamorano», nos ha dejado en parte. Se ha cortado la coleta por la injusticia de una vida acabada en sus escasos sesenta y cinco años en una tierra que presume de una de las longevidades más extensas de Europa. Pero esos trece lustros, sin ya pensión que disfrutar, son una existencia dedicada a una tierra de la que propios y extraños hacen auténticas protestaciones de fe de ostracismo institucional.

No vayamos a mirar grandes conjuntos de misterio, no saltemos muros para admirar magnas devociones… vayamos peregrinando, con la capa alistana (o trasmontana) echada sobre los hombros en día de tormenta jerosolimitana de Viernes Santo, hacia el interior de esas tierras recordadas en el frontispicio de la catedral de Zamora, la «Perla del Duero»: «Por estas tierras de León y de Castilla…».

Ricardo, y otros tantos, demandaron volver, regresar a sus raíces, a nuestras raízes, roídas como sarmientos de vides toresanas, por los topos de las modas y, sobre todo, la ignorancia y prepotencia de los amigos de pasar Despeñaperros para traer un sol y playa a unas tierras donde tan pronto el astro rey quema de frío en los neveros del alba estrellada terracampina como abrasa de calor en los estíos de trilla entre las Tierras del Pan y del Vino prolongadas en una Armuña de prisión y sequedales.

Quizás, nuestras juntas de Semana Santa, autoridades y muy especialmente juntas de gobierno de cofradías y hermandades, deban redescubrir las raíces iniciáticas de las identidades de la imaginería (y el gran simbolismo de la austeridad bien encauzada) de León y de Castilla para apostar por toreros con la seriedad de El Juli, Diego Urdiales… (y otros a los que incluso la muerte acunó como Iván Fandiño) y dejarse de apostar e impostar, a pesar de la vistosidad y la taquilla, de suertes (con minúscula) efectistas y poco o nada artísticas como el salto de la rana.

Hubo un maestro de maestros, zamorano también, enraizado en su Alba natal, que propició con su palabra, su buen hacer y su denuncia, un espacio de sentimientos, sobriedad, sabiduría y seriedad para la Semana Santa: Gazapo, Francisco Rodríguez Pascual, al que las instituciones de Castilla y León, y muy especialmente el mundillo de la Semana Santa, le deben todavía muchos pases de pecho, lopecinas o tafalleras.

Jerusalem, Jerusalem, Jerusalem, Jerusalem… hoy entra Flecha entre palmas. Palmas de hombría y gratitud. Palmas de silencio. Palmas de hambre sin sed en Ribadelago (Riballagu). Palmas abiertas por tintineo de campanas de Barandales. Palmas de flores secas marchitadas sobre las lápidas pétreas quebradas por las heladas, de los camposantos vacíos de los miles de villas, pueblos, aldeas y concejos de estas tierras.

Descansa en paz. Y si es dando guerra, en estos campos de pan llevar y uvas prensar, silentes de voceros de ignominia, mejor, mucho mejor.

Ricardo Flecha Barrio. Ricardo Flecha ¡PUEBLO!

 


 

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