jueves, 14 de mayo de 2015

La mística cofrade al borde de la herejía

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Enrique Mora González

La religiosidad popular, con su mística, es un lugar teológico  | Fotografía: Pablo de la Peña

14 de mayo de 2015

Desfiles de fascinante estampa con endiosadas imágenes portadas con dolor y sacrificio, vestimentas transfigurantes, silencios desgarradores, hachones de luces exotéricas, músicas emotivas, embriagadores aromas de inciensos... toda una serie de elementos, tan antiguos como el ser humano, que pueden recordar tanto el antiguo Egipto como la lejana India, caracterizan la puesta en escena y la mística de los cofrades en la calle. Una estética de dramática composición –salvando cuando es cutre y vulgar– que pretende transportar al hombre al otro nivel de realidad: Dios, Nirvana, Absoluto, Misterio… llamémoslo como lo queramos llamar.

Las cofradías o hermandades –tampoco voy a entrar en esta disquisición– nacen (y también nacieron) más desde el sentimiento que desde la razón. Surgen de algo que me atrevería a llamar primitivo, en tanto en cuanto que parten de la esencia del hombre, esto es, del hambre sin pulir, en su estado más básico, de divinidad que es patrimonio de cualquier ser humano, con excepción, claro está, de la raza peculiar de los fundamentados intelectuales ateos o agnósticos, o de los cuadrúpedos de dos patas que afirman no sentir ni padecer esta elevación del espíritu.

Quitando esta casta –por utilizar la palabra tonta puesta en moda– de pretendidos espíritus fuertes que dicen conformarse con la finitud desnuda, y la raza de orejudos antedicha –con perdón de mis amigos los asnos–, el resto de los mortales vivimos en esa añoranza de la plenitud, abiertos al mundo religioso, por ser seres, a diferencia de la vida meramente animal, de deseo y no sólo de necesidad o necesidades.

De la insatisfacción existencial, vivida con mayor o menor dramatismo e intensidad, y del deseo o hambre de divinidad que subyace en el corazón del ser humano nacen todas las religiones, esto es, la necesidad del hombre, respondiendo a su propia naturaleza, de un enraizamiento en el Absoluto.

Hasta aquí nada de heterodoxo. El problema viene cuando el pueblo católico, de escasas teologías y alérgico o no identificado, ya sea por moda, por historia o por otras mil razones, con la institución eclesiástica (curas, frailes, monjas, obispos, cardenales y otras hierbas) y con su oferta oficial (liturgia y moral) emprende un camino propio, intensamente sensorial, paralitúrgico, emotivo y dramatizante para tener un experiencia vivencial de la divinidad, esto es, del otro nivel transcendente de realidad.

En el fondo y en la forma la historia de la relación entre la Iglesia oficial y las hermandades (o la religiosidad popular en general) ha sido y es una historia de amor y odio, y esto mismo también ha sucedido con la misma mística. Tanto la mística más elevada, con un camino existencial de introspección meditativa, como la religiosidad popular cofradiera, que se desarrolla en una vivencia sensorial emotiva, han puesto y ponen nerviosa a la Iglesia, pues fácilmente pueden ambos caminos poner en cuestionamiento las mediaciones salvíficas, esto es, el cauce sacramental y la mediación eclesial y sacerdotal. La herejía consiste, tanto para la mística elevada de procesos de introspección, como para la mística popular cofradiera, en que la persona considere que puede hacer hilo directo con la divinidad a través de estas experiencias, dejando a un lado los cauces oficiales religiosos (dogmáticos por revelados) y que sientan que con esto basta, es decir, que esta vivencia justifica, salva, lleva al cielo.

La mística, sin embargo, sea de un tipo o de otro, es hoy, a todas luces, una necesidad imperiosa, puesto que parece –y habrá que ver las razones– que las instituciones religiosas no satisfacen del todo la demanda espiritual del ser humano. Pues bien, detrás del mundo cofradiero o semanasantero, si se mira con profundidad, se esconde la necesidad del hombre de la búsqueda última, la búsqueda eterna, es decir, la necesidad transcendente del ser humano de tener una experiencia directa de la divinidad con toda su problematicidad, que lo pone al borde de la herejía. Esto es algo, a mi modo de ver, que muchos eclesiásticos, en sus cortas entendederas, no han comprendido adoptando una posición rígida –antes se llamaría inquisitorial– de oficialidad ortodoxa e institucional y no entreviendo la ventana de conexión con el espíritu y, si se me apura, hasta de catequización que se les presenta. Se trata, y así de paso citamos al popular actual pontífice, el papa Francisco, de que la religiosidad popular, con su mística, es un lugar teológico (EG 126).

Ante esto, según yo olfateo, aunque quizá esté equivocado, el mundo eclesiástico ha caído en lo que para mí es un error garrafal: reducir las expresiones semanasanteras, para evitar la herejía, a mera pedagogía de la historia de los acontecimientos de Jerusalén, cortando de raíz la mística emotiva. Esto es como quitarle a la fiesta taurina la emoción del riesgo. En Salamanca, donde la influencia clerical ha tenido y aún tiene un peso muy fuerte y en otras épocas ha sido determinante, esto ha incidido en un cortar los vuelos a esta peligrosa mística, que podíamos llamar de anarquía a lo divino, de la Semana Santa.

Pero, por otra parte, en nuestra Castilla, considerada a sí misma recia y austera, se plantea –para mí absurdo– el debate de qué formas y maneras son ortodoxas, en una búsqueda y defensa de su quintaesencia, para que se produzca y vivencie hoy esta emoción transcendental de la mística popular con respecto a la Semana Santa. La historia, o mejor dicho, el arqueologísmo histórico, aquí no ayuda. ¿Por qué? Porque muy atrás ha quedado la Castilla teresiana confesional a carta cabal, orgullosa de su esencia de cristiana vieja, en la que la confesión y la práctica ortodoxa de la fe bastaba y sostenía la liturgia popular y catequética de la Semana Santa. Muy lejos y distantes han quedado los tiempos en los que las hermandades penitenciales tenían como objetivo principal asegurar los sufragios para la salvación del alma de los hermanos. El cambio socio-religioso ha sido brutal. La estética y las formas de antaño respondían a un mundo religioso católico hoy desaparecido. Hoy hace falta, le pese a quien le pese, más fuegos de artificio, ya sean importados, o creados, o transformados, para despertar la emotividad popular mística del hambre de Dios en nuestra sociedad laica, desacralizada, poco cultivada en lo espiritual, pero insatisfecha.

Así pues, nos encontramos hoy la Semana Santa de Salamanca al borde de la herejía de la extenuación. Por una parte, bajo el acoso de la ortodoxia siempre vigilante que no anima a los de misa y comunión diaria. Por otro lado, se encuentra desamparada de la tradicional unión con una sociedad sacralizada y confesional que la sostenía por sí sola. Para más inri, además, está empantanada en discusiones sobre los decibelios emotivos y sus formas más correctas para su desarrollo en estas tierras charras. Y al final, todos la mataron y ella sola se murió.

Salamanca en la Semana Santa, como otro capítulo más de esta noble ciudad, no vibra ni se emociona, delega el sentimiento y se limita a un mirar –si es que hace buen tiempo– y aquí paz y después gloria. La gran herejía, según yo entiendo, es que esta amalgama de condicionamientos son de difícil superación y hacen que se cierre una de las ventanas, hoy a la mano, para propiciar la experiencia religiosa preconfesional y popular en el contexto de la cultura postcristiana en la que nos encontramos. Y éste sí que es un peligro por no decir una herejía. Creo yo. Aunque no sé si el hecho de tomar conciencia de ello ayudará en algo.


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