13 de julio de 2015
Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, entonces redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de comprender el sentido profundo de nuestro existir, el misterio del cual somos parte y del cual podemos obtener la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso cotidiano.
Benedicto XVI
Me propone Abraham, al que agradezco la confianza que siempre deposita en mí, que plantee una reflexión en torno a belleza en la liturgia, sobre los gustos y matices en torno a los ornamentos que envuelven el Misterio y no es algo fácil. Sin embargo, hay una premisa que resulta clave cuando ahondamos en estos conceptos, la belleza es camino a Dios.
La búsqueda de la belleza que acerca a Dios debe ser el espíritu que impulse todas las acciones encaminadas al adorno de nuestros cultos, pues el ornamento en la liturgia católica no es un afeite, una suerte de coquetería vanidosa que solo busca el halago y la repercusión de lo meramente estético, cada detalle en una celebración tiene un sentido y un significado que debe llevar al fiel a sentirse anhelante de Dios, de quien proceden todas las cosas hermosas.
Siendo este el punto de partida, ¿qué papel juegan las cofradías y cómo conciliarlo con los tiempos actuales? Las cofradías han tenido en lo estético –aspecto muchas veces denostado y otras tantas convertido en fin y no en medio- un aliado fundamental para la consecución de sus fines. El ornamento de una función religiosa, la elección del ajuar de una imagen o el montaje de un altar de cultos debe responder a un estudio profundo de las normas litúrgicas, al conocimiento de la simbología de cada elemento y a la aspiración de servir de vehículo a la transmisión de la fe católica.
Por ello, etiquetar el ornamento de las hermandades como sencillo u ostentoso, austero o barroco, en una pretendida lucha entre lo tradicional y lo contemporáneo (que en nuestro ámbito también se viste muchas veces de norte contra sur) no deja de ser una traslación de ideas y posturas, que pueden resumirse en casi la totalidad de los casos en meras apreciaciones subjetivas. Sirviendo a la liturgia, el ornato no será nunca ostentoso ni escueto, no podrá ser estridente ni paupérrimo, pues ninguna de estas apreciaciones puede desprenderse del debido culto a Dios.
En el fondo, cuando preparamos un adorno en nuestra cofradía tratamos de ofrecer a Dios lo mejor de lo que disponemos y este criterio no responde a tiempos ni gustos personales. El reto es saber hacer actual el tesoro que nos han legado los siglos y en el que tantas personas han puesto su talento para dar gloria a Dios a través de las cosas hermosas. Al fin y al cabo, quiénes somos nosotros para juzgar impropias las formas que santificaron a nuestros mayores.
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