De arriba a abajo: Tomás Martín, Bernardo García San José y Julio de la Torre | Fotografías: Pablo de la Peña |
17 de septiembre de 2015
En mi pregón de la Semana Santa, remarqué (porque no debemos olvidarlo) aquellos años en los que aparecieron, gracias a Dios, los verdaderos héroes, en una Semana Santa catastróficamente abandonada a su suerte. Personajes a los que les adeudamos cuanto tenemos, pues de su entrega sin límites a las cofradías y hermandades de finales de los sesenta hicieron posible que se salvase con mucha, muchísima dignidad, esta tradición que a todos debe unirnos más allá de matices o diferencias que, desde la pluralidad, deben engrandecer esta Semana Santa.
No es acertado abolir el pasado creyendo que el ímpetu actual, por reciente y ambicioso, puede ser el único y exclusivo impulso para conseguir lo que anhelamos. La Semana Santa fortalece su existencia en los firmes cimientos del arraigo, porque la tradición que emerge del pasado es uno de los fenómenos principales que la sostiene y consolida.
Todo es necesario y preciso para aunar el propósito que nos debe conducir hacia la gran meta, que no es otra que seguir construyendo con verdad el camino que nos asegure la capacidad de defender la herencia que hemos recibido bajo la firma notarial de la historia y el tiempo.
Allí estaba, en aquella década desastrosa, como cofrade incombustible, Tomás Martín, junto al Rescatado que, como imagen, es referencia ejemplar que promueve la apasionada y sincera devoción del pueblo. Tomás contribuyó con sus hombros al lado de los suyos (pues de familia le viene el entronque con el Soberano de San Pablo) a observar y sentir, en lo más hondo de su ser, el desastre que vivieron muchas de las cofradías de aquel tiempo.
Con el bagaje de su experiencia, fue hermano mayor de su cofradía durante varios años y, al dejar definitivamente el cargo, ahí lo tenemos como colaborador infatigable de la parroquia, mientras observa (seguro que felizmente orgulloso) cómo Pedro, su hijo, sigue sus pasos al frente de la congregación como máximo responsable de la misma.
Y al Jueves, cuando el atardecer Santo apenas convocaba a la gente en estas calles, donde la desidia colgaba en el ambiente su acento, en los Capuchinos, puedo testificar cómo Bernardo García San José (lo he contado muchas veces) repartía billetes nuevos de 100 pesetas a las cuadrillas de cargadores que, llegados de la periferia de la ciudad, portaban, bajo remuneración, las imágenes de la Seráfica Hermandad salmantina sobre sus hombros.
Bernardo fue uno de aquellos héroes que, por hervirles la sangre de sus creencias, se entregaron a nuestra Semana Santa con la ilusión de encontrar la vereda que pudiese llevarnos hasta este tiempo, en el que lo tenemos todo para lograr que esta Semana Santa pueda seguir con decoro el largo y esperanzador camino hacia el futuro. Y junto a él, no podemos dejar en olvido a la familia Moneo, que fue baluarte definitivo y necesario de la cofradía del Jueves Santo salmantino.
En estas fechas Bernardo mira hacia atrás con la elegancia de quien supo entregarse sin demandar cuentas, pletórico de ilusión ante la hermosa efeméride que vive este año la Reina y Señora de la Úrsulas.
El caso es que cuando en la docta Salamanca el desastre semanasantero remarcaba con pujanza la catástrofe de los fatídicos sesenta, en Peñaranda de Bracamonte se vive la explosión de la fe popular semansantera con una ilusión desbordante, que es difícil reconocer en aquellos años de la desestructuración alevosa que sufre en la ciudad salmantina el mundo cofrade.
Julio de la Torre, bajo la batuta de don Agustín Martínez Soler (sacerdote muy recordado por su espíritu de santidad), consigue, junto a sus compañeros y amigos de viaje, crear el ambiente que posibilita la andadura de una Semana Santa peculiar, que consigue cerca de aquel inolvidable cura acercarse a la gente más humilde de Peñaranda.
Julio es el estandarte que promovió la fértil andadura que hoy, gracias a aquel esfuerzo, ha hecho posible que los días santos peñarandinos sean referencia admirable de la Semana Santa de nuestra provincia.
Tres hombres que, junto a otros muchos, fueron, con toda certeza, quienes, aportando cuanto tenían desde el esfuerzo personal, consiguieron rescatar de la ruina esta Semana Santa, que pese a sus defectos sigue siendo una expresión popular de la fe inigualable, en las calles de esta ciudad que la acoge y engrandece.
Tres hombres que siguen unidos a sus cofradías, sin que los cargos que ostentaron mediaticen su cariño a las mismas, pues cerca de ellas viven con la misma intensidad de siempre su espíritu cristiano y cofrade.
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