Los emblemas de las cofradías, en la fachada del Ayutamiento | Fotografía: Pablo de la Peña |
21 de marzo de 2016
Os vemos y sabemos que la cuenta atrás apura sus últimos días; que al rosario de actos y cultos cuaresmales les queda el último trago; que se acercan las horas. Como si fuerais un pregón en bucle, os vemos y sabemos que todo está a punto. Os vemos y recordamos cuando de niños aprendíamos, apuntando con el dedo a cada uno de vosotros mientras preguntábamos a los mayores, qué se escondía detrás de cada símbolo. Memorizábamos para que no se nos olvidara hasta el año que viene que el de la palma, el olivo, el libro y la cruz roja abrían el Domingo de Ramos, un rato antes que el de las cadenas liberara al preso por la tarde. La palabra indulto no cabía todavía entonces en nuestro vocabulario.
Y así, en nuestra imaginación, íbamos tachando uno a uno a medida que los veíamos por las calles. Salvo el de la cruz con el sudario y el fondo azul, que desfilaba varios días. Debía de ser la más importante. Después jugábamos a intentar recordar quién era quién en el emblema de la vieja Junta Permanente que terminaría siendo reemplazado.
Había dos que se parecían porque ambas salían desde la Clerecía y el que se asemejaba al del preso también tenía algo que ver con él. Había procesiones, como la de las siete de la mañana, que al pasar delante del suyo levantaban el paso. Ahora os recordamos siempre en la fachada, pero en fotos y vídeos os comprobamos repartidos por toda la Plaza Mayor. ¿Estaba ese tan sencillo de la cruz con olivo que se habían enfadado con el resto? Los mejores sitios, claro, para las más antiguas, aunque hoy haya cierto barullo con el protocolo que se sigue al colocarlos. No estaba entonces el del Despojado, que aún quedaban años para su creación. Ni siquiera sabíamos cuál terminaría siendo la nuestra.
No nos planteábamos que aquellos fuera "enaltecimiento de la religión" o que supusiera "ostentación de las cofradías". Veíamos una ciudad volcada con sus hermandades y como sabíamos que en aquel edificio estaban los que mandaban elegidos por todos, suponíamos –quién sabe– que se unían a una fiesta patrimonio de los salmantinos.
Hoy, como niños otra vez, nos vemos al principio del camino, tratando de explicar lo que ya creíamos superado. Lo que no generaba debate. Lo que se aceptaba con normalidad. Nuestra Semana Santa resumida en diecisiete pendones repartidos en ocho balcones durante algo menos de dos semanas que, en pro de la democracia y del respeto a la convivencia, estorban. Y me pregunto si esto no será solo una sinécdoque.
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