El Cristo de la Luz, con las torres de la Clerecía al fondo, en la noche del Martes Santo | Fotografía: Roberto Haro |
30 de enero de 2017
"Cada porción del Pueblo de Dios,
"Cada porción del Pueblo de Dios,
al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio,
da testimonio de la fe recibida y la enriquece
con nuevas expresiones que son elocuentes"
Evangelii Gaudium, 122
Corrían los años sesenta y setenta, y frases como "hay que conseguir una fe adulta" eran moneda corriente en los círculos cristianos "comprometidos". Cierta interpretación del Concilio era la oportunidad de eliminar todos esos aderezos infantiles que al pasar de los siglos se había ido adhiriendo al mensaje del Evangelio. Los tiempos eran llegados de la purificación, de la esencia, de lo fundamental. Por todas partes, se desmontaron altares de otra época, se arramblaron las vetustas imágenes, se abandonaron los signos externos y, donde fue posible, se clausuraron esas asociaciones rancias, más propias de Trento que del Vaticano II que eran cofradías y hermandades. Esas agrupaciones provenientes de la Edad Media, moldeadas en las forjas del Barroco, ya no tenían sitio en el s. XX, camino del III milenio. Y los buenos cofrades debían ser redirigidos a otras actividades más profundas.
¿Cuál fue el resultado de tan apostólico celo? El desierto. Es un hecho constatado que allí donde la piedad popular ha desaparecido, no ha surgido un cristianismo más puro, una fe más diáfana, sino que se ha producido un abandono masivo de la Iglesia. Y es normal que así sea, porque esa fe pura, limpia de los aderezos de los siglos, no existe, ni puede existir. El problema fue que hubo quien, de buena fe, justo es reconocerlo, confundió la necesaria poda de las ramas para que crezcan más fuertes, con la tala del árbol. Y cuando se corta el tronco, es muy difícil que rebrote.
El mismo Hijo de Dios se encarnó en un tiempo determinado, dentro de un pueblo concreto, con una lengua particular. Jesús tenía unos rasgos y unas facciones, es decir, no era un rostro abstracto, y era ese rostro de israelita del s. I el que transparentaba el rostro mismo del Padre. Esta dinámica impregna toda la transmisión de la fe: si la fe no se encarna en una cultura y en el pueblo que la crea, no puede ser transmitida. Dios se manifiesta –quiere manifestarse– a través de signos visibles, en medio de una cultura, en medio de un pueblo.
Aquellos que reciben el anuncio del Evangelio, lo hacen suyo y crean formas propias para expresarlo. El pueblo tiene una intuición para comprender la palabra que Dios le dirige, e interpretarla. El papa Francisco es bien consciente de esto, como lo plasma en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, donde expone la importancia evangelizadora de la piedad popular.
Y este es el punto central: las cofradías son manifestaciones de la piedad popular. Es decir, son manifestaciones de la fe encarnada en el pueblo. Sin esa encarnación – que en nuestras tierras se plasma en las hermandades y en nuestro particular modo de vivir la Semana Santa –, no puede haber fe. Una fe desencarnada, no es fe. Y, al mismo tiempo, pertenecen al pueblo, no a una élite culta, teológica o académica. Para seguir fieles a sí mismas, las cofradías deben mantener sus raíces populares, deben seguir latiendo con el corazón del pueblo que las crea y vive su devoción a través de ellas.
Las hermandades deben ser comprendidas desde dentro, desde su propia dinámica, incluso, como dice el Papa, llegan a ser lugares teológicos, es decir, fuentes para el conocimiento de Dios. No pueden sucumbir ante una teología de laboratorio en busca de una falsa pureza que le niega su función evangelizadora; ni ante ámbitos intelectuales que pretenden conservarla en un museo arrebatándole su vida misma.
Las cofradías y hermandes son de forma primordial fe encarnada de un pueblo. Y esto no en abstracto. Es la fe de María, Javier, Antonio, Bea, Pedro, Asunción,... hecha imagen y camino. Y esta es una fe viva que no se encuentra en manuales de teología, o en catálogos de arte sacro, o en informes etnográficos, que también son necesarios. Este conocimiento popular de Dios se encuentra en nuestras calles al llegar, como todos los años, el Domingo de Ramos.
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