El Cristo de los Doctrinos, de la Cofradía de la Vera Cruz, al terminar la Compañía el Lunes Santo | Foto: Daniel de arriba |
02 de enero de 2017
Lo primero que procede es felicitar el nuevo año y desear a los lectores todo tipo de fortuna y parabienes. Después, por eso de mantener la costumbre, obsequiarles con un buen regalo, que va a ser una tercera taza de caldo bien caliente. En medio de los rigores invernales es algo que siempre cae fenomenal. Y digo esto porque al releer un año más el Cuento de Navidad, de Dickens, ha cobrado especial vigencia entre los recuerdos adormecidos –será por eso de la actual coyuntura– una sus citas más señaladas, la que aconseja guardarse del ignorante "porque en su frente lleva escrita la palabra condenación". Casi nada, aunque no sea novedad del mundo contemporáneo, que el libro de los Proverbios deja ya bien claro que "el necio va ostentando su insensatez" (13,16) y se queda tan ancho, que añadiría el castizo. Es el pan nuestro de cada día. Así ha sido siempre, así continuará ocurriendo, y aunque lo aconsejable para la salud fuera pasar del asunto, a veces conviene insistir en las cuestiones fundamentales cuando las cosas están mal, muy mal. Y muy mal tienen que estar, efectivamente, para que una y otra vez resulte necesario hacer pedagogía sobre lo evidente. Es el mal de nuestra sociedad, con las generaciones mejor preparadas de toda la historia que, hete ahí, resulta que ni leen ni entienden lo que leen, desguazan hasta lo inverosímil las normas gramaticales, teorizan desde la minusvalía intelectual, niegan los axiomas y defienden hasta la histeria el cliché del gurú televisivo o de la red que toque en cada momento.
Mal, muy mal está nuestra sociedad cuando una y otra vez debemos reivindicar conceptos y valores universales. ¿O es que acaso no hay quien niega España como concepto? ¡El primer estado moderno de la Historia es cuestionado por algunos! Alucinante, pero así es. Y claro, si negamos la mayor será más fácil que prospere el mito interesadamente construido por algunos, los excluyentes, los destructores, los renovadores sin alternativa. ¿Acaso no se reivindica también la libertad? Sí, y habrá que seguir haciéndolo, porque si bajamos los brazos podemos perder la que hemos conquistado al precio de la sangre vertida por las generaciones que nos precedieron. La libertad es un concepto manido, cierto, de los más manoseados, manipulados y vilipendiados a lo largo de la Historia, pero no por ello deja de ser un bien intangible, patrimonio de la humanidad, derecho inherente a la propia condición humana. Eso es lo que nos obliga a reivindicarlo ante quienes quieren limitarlo. Una y otra vez. Y cuanto más se la ataque, más habrá que defenderla. Y se sirve la tercera taza de caldo tantas veces resulte oportuno, porque es necesario, porque muchos no saben, o no entienden, o no quieren entender. Y allá ellos, que el pensamiento, aunque sea débil o disparate, o reverbere simplemente naderías, siempre es libre. Pero que no confundan.
Con nuestra Semana Santa procesional sucede algo parecido. Hubo un tiempo que apenas se hablaba de ello, porque no hacía falta y tácitamente se asumía. Pero hoy en día, igual que sucede en lo social, político, cultural o religioso, parece que todo da lo mismo pero sin embargo luego resulta que no. Y conceptos como el de identidad son cuestionados, o dotados de una connotación peyorativa. ¡Pues vaya! Ahora resulta que tener identidad es algo malo y que lo mejor es no tenerla, ¡toma ya! Cualquier persona en su sano juicio entiende que la identidad es en todos los sentidos conveniente, porque configura, especifica, valoriza. La falta de identidad lleva en cambio a la disparidad, al sincretismo, a la indefinición. Por eso hay que ponerla en valor, conscientes de toda la riqueza que el término atesora, porque identidad no es inmovilismo ni reacción, que la variedad, la flexibilidad o la evolución son perfectamente compatibles y contribuyen incluso a su configuración. Hay bastante bibliografía al respecto. La Antropología cultural muestra las pautas generales a través de infinidad de autores; la Universidad de Valladolid está también publicando últimamente varios estudios en relación a la de nuestro espacio cultural, asentado sobre las tierras del antiguo territorio de León y Castilla la Vieja. Y sobre Salamanca y su cultura tradicional, incluidas las celebraciones religiosas de carácter popular, también hay interesantes artículos en varias revistas de estudios. Es cuestión de leer y asimilar. Y cuando uno haya realizado el estado de la cuestión, ya puede teorizar y establecer nuevas líneas para la interpretación. Porque afirmar categóricamente sin apenas haber leído, o sin procesar adecuadamente lo poco que se ha leído, es lanzarse al vacío con la propina del tortazo consecuente. Ante ello, la sabiduría del pueblo es demoledora: si el sabio no aprueba, malo, si el necio aplaude, peor.
Sí, la Semana Santa de Salamanca tiene su identidad, su propia personalidad, claro que sí. Zamora, Sevilla y otras ciudades también la tienen, más afianzada, porque han sabido cuidarla, porque saben a qué juegan y cuánto se juegan. Pero quien no percibe la identidad de la celebración popular de la Semana Santa de Salamanca es por haraganería intelectual, porque resulta más fácil o interesa repetir el cliché, simplón e incierto, de que no existe y así justificar que todo tiene cabida. Y que conste que existe la libertad para verificar todas las propuestas, que eso nadie lo discute. Pero de la misma manera que Halloween o Santa Claus no forman parte de nuestra cultura y no nos identificamos con ello, aunque lo celebren algunos en Salamanca, el trasunto sin tamizar de lo otro ni nos define ni es nuestro. Salamanca tiene su identidad, aunque haya quien reniegue de ella. Por eso surge el debate cuando se trata de dilucidar si las nuevas iniciativas refuerzan o diluyen la personalidad, la idiosincrasia, la identidad en definitiva. Cada uno es libre de alinearse donde crea oportuno. Yo estoy por potenciar lo propio.
La identidad existe, ¿cómo no iba a estar presente después de más de cinco siglos? Con muchos defectos, es verdad, pero también con sus valores, que se extienden bastante más allá de las procesiones. Y yo me identifico sin tapujos, además con orgullo, con esas características que la configuran. ¡Pero cómo no iba a hacerlo! Sin despreciar lo de otros lugares, que también es admirable, sin cerrazón a las influencias o asimilaciones culturales que enriquecen, pero sin renegar de lo propio por sistema, sin trasplantar lo ajeno por esnobismo huero, sin avergonzarme de lo que tenemos y hemos ido atesorando a lo largo de los siglos, porque en el rechazo de lo propio está el principio de la extinción. Y por estas ideas, que no son descabelladas, lucharé con todas mis fuerzas, que no son muchas, tan solo las que me deparan la pluma y la palabra, hoy tan poco valoradas. Y lo haré una y otra vez, hasta la extenuación. Y si a alguien no le gusta el caldo, pues ya sabe.
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