miércoles, 8 de febrero de 2017

Querer ser cofrade

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Roberto Haro

Un penitente entrelaza sus manos al portar una cruz durante una procesión de Semana Santa | Fotografía: Robero Haro

09 de febrero de 2017

Quedan ya solamente poco más de veinte días para la Cuaresma y nuevamente se abrirá el ciclo de nervios, prisas y atropellos por tener todo a punto para ese gran día de las cofradías. Unas cofradías que, aunque en los momentos que nos toca vivir desgraciadamente el fenómeno católico está siendo demonizado, siguen gozando de números relativamente estables de hermanos en nómina. Dicen los que saben de esto que hay aproximadamente unos nueve mil cofrades en esta ciudad. A raíz de esto, seguro que el buen lector se habrá preguntado en más de una ocasión: "¿por qué soy cofrade?". Y sin duda, cada uno de los que lo son hoy darían una respuesta diferente. También puedo asegurar que habría muchos que no sabrían explicar por qué lo son. Este simple hecho debe ser motivo de reflexión y ayudar a advertir, allá donde haga falta, que para muchos de esos "menos practicantes" la cofradía es el único hilo que les une a la familia de la Iglesia.

Hoy llegan a las cofradías cristianos –asumo por lo menos que están bautizados– procedentes de las más variadas condiciones sociales, espiritualidades y movimientos, atraídos por motivos variopintos; y ciertamente se observa cómo por ingresar en la cofradía y aumentar el número de hermanos lo hacen más atraídos por el singular atractivo de los pasos engalanados y grandiosos, por las bandas de música, por la moda de las procesiones, o por la amistad con otros cofrades, o por la tradición, o por la familia. Todo ello hace que, sin la conveniente prevención y formación, el nivel espiritual de las cofradías prácticamente haya disminuido a cotas preocupantes. Pero para que la fe cristiana tenga presencia externa de la cofradía en la calle, el cofrade afronta un peligro que no sabe valorar: convertir las procesiones en algo meramente cultural, social, tradicional o familiar. Salir de procesión por afición, más que por devoción.

Decía en una de mis columnas de hace ya un año que en las cofradías no todo vale, y que el colectivo cofrade aúna diferentes sensibilidades, motivaciones o intereses. Por ello, precisamente, en estas asociaciones públicas de fieles hay que saber equilibrar los aspectos interiores de la hermandad con los que se muestran hacia el exterior, pues se dan casos, y no pocos, en los que todo es aparente y muy superficial y, cuando se profundiza en las raíces, se comprueba que la piscina no tiene agua.

Paradójicamente, se nota que algunos cofrades que más destacan en la cofradía son los que precisamente tienen una mayor práctica cristiana formal, y son los que menos presencia tienen y a los que se arrincona ante el empuje de la mediocridad que lastra la sociedad. Unos y otros –los cofrades– conviven y deberían convivir en la cofradía complementándose para hacer más grande la vivencia espiritual de la asociación ocupando su lugar en la Iglesia. Aunque fuese el bajo escalón del edificio eclesial, porque el cofrade es Iglesia.

Y es que parece que el ego de las cofradías –o de sus dirigentes– hoy en día es tener un gran escaparate de imágenes, tronos e insignias, pero el corazón de la organización está vacío de verdadero amor al prójimo a causa de disputas, divisiones, recelos y rencores. Cuando eso se produce, en no pocas cofradías y hermandades u organizaciones se rompen lazos de amistad que tardaron muchos años en forjarse y que, por esas divisiones, llegan incluso a ignorarse y comportarse como completos desconocidos por años sin término. O puede incluso ocurrir que relaciones familiares queden quebradas por dichas rencillas, pudiendo más ese ego que comentaba que la razón crítica y lazos familiares. Como tampoco sería la primera vez en la que se observa que la vida personal de sus miembros –los cofrades– se confunde con la vida cofrade. En cualquiera de los casos, es fácil comprobar cómo ante esas intransigencias parvularias se produce un borrón y cuenta nueva apareciendo fundaciones de nuevas cofradías al albur de esas disputas.

En el lado contrario, como si de un ring de boxeo se tratara, da la impresión de que aquellos que se consideran vencedores de dichas disputas quisieran aprovecharse de un uso abusivo del derecho que se supone que les confiere estar en una junta de gobierno para hacer de su capa un sayo e intentar alterar las normas internas que rigen la cofradía para no se sabe bien qué fines.

Por ello, hay que observar el gran peligro que corre el cofrade de hoy al tratar de convertir esa ostentación, que es solo un medio, en el objetivo de las cofradías. No se ha de caer en la tontería de esforzarse para dar envidia a los demás. De esta forma se puede llegar a pasar de un extremo a otro y cruzar una frontera peligrosa, dejando realmente de velar y mostrar la fe para caer en el despropósito de hacer las cosas para destacar más ante los hombres.

Y es que cuando la hermosa religiosidad popular pierde la fe y el respeto, de lo que las cofradías deben sentirse parte integrante y defensora como parte de la Iglesia, entonces se convierten en un carnaval de poquísimo gusto que, por desgracia, cada vez es más frecuente.

Ayuda a superar lo que acabamos de decir lo que indica el papa Francisco: que a partir del Concilio Vaticano II se ha venido experimentado, de manera cada vez más intensa, la necesidad y la belleza de "caminar juntos" y que es la sinodalidad. Es el camino que la Iglesia está llamada a proseguir hoy; el camino que Dios espera de la Iglesia. Caminar juntos, aun cuando ello nunca resulte fácil. Pero es esto lo que el Señor y el mundo en el que vivimos nos llama a amar y a servir, también en sus contradicciones, lo que se nos está exigiendo a nosotros y a toda la Iglesia: el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión.

Y es que ser cofrade no es un pasatiempo para que se entretenga el hombre.


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