La Virgen de la Esperanza, acompañada por sus cofrades, cruza el Puente de Piedra de Zamora | Foto: Alberto García Soto |
10 de julio de 2017
Deshace uno las montañas de papeles, estío purgativo, que se han acumulado durante los últimos meses en las esquinas de la mesa: semanales de prensa, programas de los Van Dyck, el borrador de la renta, y a la altura como de tres meses varias revistas semanasanteras, boletines de hermandad, algunos pregones y un rosario de itinerarios, o sea, los que hacían peligrar, por su reducido tamaño, y desequilibraban la estabilidad de la pila.
Vuelvo con ellos, quizá por última vez antes del abandono estival y porque con este despeje general dejarán de estar a la vista, a las calles zamoranas forradas de devotos carteles de procesión, al olor de la madera recién patinada en el Museo, al acelerado paseo para recoger las velas el jueves de Pasión con fugaz visita a Nuestra Madre presta para la Novena, a los cielos de Zamora en abril cuando el Nazareno se funde con las nubes del ocaso. Regreso a la luz de la mañana de Ramos, chaqueta blanca, pregón y ladrones de ternera, todo al lado del río Duradero de Claudio Rodriguez, cuyas aguas aguardan los vaivenes del trono de La Esperanza y los pies desnudos de sus hermanas. Vuelvo al gentío del lunes, anhelante de marchas, esquilas y caperuz, al balcón de Paco Gus, y a los amigos de aceitada y Buena Muerte y a sus lágrimas de fe.
Y llego al jueves de procesión. En un rincón de frescura y ciprés, me abandono a la levedad de su discurrir, aleteos de capa y color, el Puente, la Saeta de Balborraz; evoco las miradas emocionadas de la acera hurtadas desde el caperuz, colección de sentimientos, la vida sin más. Voy y vengo al ayer y del ayer, al tiempo de la candidez, recuerdos incompletos, difuminados, de otras Semanas Santas de viejas fotografías y rostros conocidos, de encuentros y de ausencias. Me vienen los cánticos en latín, el crepitar de las teas, los contraluces de la Vera Cruz, las cruces de la madrugada, y el pan con ajo, agua y pimentón como si ahora mismo lo estuviera degustando. Acudo a la fila del Santo Entierro, a la acera en Nuestra Madre, a la barra del Aureto para el último gin-tonic y nos dan las tantas por Viriato cantando la marcha de Thalberg.
Los cohetes de Resurrección y el aleteo de las despavoridas palomas me despiertan de mi hipnótica placidez, ¡uno, dos, tres, ya!, semanasantera y zamorana. Archivo itinerarios, entradas de conciertos, el menú del almuerzo-homenaje al pregonero, las pipeleras con la impresión del vetusto cimborrio de la Catedral, todo aquello que me evoque olor a pana, incienso y alcanfor. Para tener donde acudir, en tarde de estío y recuerdo, cuando la memoria titubee y le cueste encontrar, como a las viejas radios, la sintonía. Todos llevamos una ciudad dentro (1), y un tiempo y unas imágenes que nos ligan a ella y nos reconfortan ante las agitaciones de cada jornada. Estas limpiezas bien merecen el esfuerzo. ¡Qué lejos nos queda el mar!
(1) Claudio Rodríguez. Poema La Ciudad del Alma
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