viernes, 5 de enero de 2018

Boato y humildad

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Montserrat González

Cortejo de Gaspar en la capilla de los Reyes Magos en el palacio Medici-Ricardi de Florencia 

05 de enero de 2018

A mediados del siglo XV, Benozzo Gozzoli desplegó en la capilla del palacio de los Medici, en Florencia, las escenas más maravillosas jamás pintadas sobre los Reyes Magos. Entrar en esta capilla es adentrarse en una sinfonía de lujo y color, que deja al espectador totalmente absorto ante el fabuloso cortejo de los Reyes Magos. Confieso que siempre he querido formar parte de esta exquisita comitiva como una integrante más del apartado de nobles y ciudadanos florentinos que acuden a recibir a Sus Majestades los Reyes Magos. Suelo, techo y paredes fueron decorados para convertir este espacio en un verdadero joyero de la fe profesada  por esta notable familia. Probablemente Gozzoli integró en estas pinturas su experiencia como orfebre adquirida cuando trabajó con Ghiberti en las segundas puertas del baptisterio de la catedral florentina. Su técnica es prodigiosa, tremendamente valorada por una clientela que apreciaba por encima de todo su mágica destreza para recrear ambientes. Carísimos lapislázulis, malaquitas e incluso estaño y oro para las coronas de los ángeles se combinan magistralmente para hacer de esta capilla el orgullo de los Medici. Melchor vestido de rojo, color de la caridad, se aproxima por Occidente. Su mirada denota sabiduría y experiencia. El joven rey Gaspar, quizá el rostro más conocido de todo este conjunto, venido de Asia, ocupa la pared oriental. Sus acompañantes van en caballos blancos, como blanco es el atuendo del rey que lleva el incienso. El cortejo más exótico, sin duda alguna, viene de la mano de Baltasar, vestido de verde, el color de la esperanza que resalta su madurez y sofisticación. Se acerca desde el mediodía de la capilla portando la mirra, utilizada para embalsamar los cuerpos y, por tanto, recuerdo de lo mortal.

Pero por más que la cabalgata de los Reyes Magos sea la protagonista de todo el conjunto, no hay que olvidar que es una capilla, y el lugar preferente lo ocupa el altar presidido por la espléndida obra de Filippo Lippi: La Adoración del Niño. La pintura ocupa el centro de atención de todo el recinto sagrado dando sentido a las escenas de los magos. A ambos lados del altar, Gozzoli pintó grupos de ángeles que cantan lo que aparece escrito en sus auras Gloria in excelsis Deo, Adoramus te, glorificamus te mientras rojos serafines de amor y azules querubines de sabiduría sobrevuelan toda la composición.

Resulta fascinante observar la ternura y delicadeza con la que el artista italiano sitúa al Niño Jesús junto a su madre la Virgen María, san Juanito y la figura de un santo monje, probablemente san Romualdo, que presencia la escena desde el fondo. Ajeno a este cortejo de oros y colores brillantes utilizados en la pintura y la elegante sofisticación de todo el conjunto, el Niño Jesús reposa tierna y humildemente en un claro del bosque sobre un delicado lecho de flores. Ni siquiera hay un pesebre para acogerlo. Tampoco pañales que lo envuelvan. Solo la mirada de María atenta a sus gestos le protege. La oscuridad de la noche se quiebra por los rayos dorados que desprenden la figura de Dios Padre y el Espíritu Santo que contemplan la escena en lo alto. Y así, a través de esta humilde aparición del Niño Jesús en medio del bosque recreado en la capilla de los Medici, nos llega el conocimiento de Dios. Ahí, junto a las ingenuas florecillas y un inocente pajarillo, en la pobreza de su nacimiento, recibe la visita del portentoso cortejo.

Sin duda alguna, esta Epifanía nos enseña a todos lo que verdaderamente hay que ver: la humildad de Jesucristo nacido niño. Así lo pregonaba san Buenaventura en el siglo XIII y así lo recordaba Francesco Patton, custodio de Tierra Santa, en su reciente visita a Salamanca con motivo de la bendición del Cristo de la Humildad realizado por el escultor Fernando Mayoral para la Hermandad Franciscana del Santísimo Cristo de la Humildad.

Esa humildad del Niño que nace de la pobreza más absoluta continuará en la humildad del hombre desposeído de todo bien y degradado por el sufrimiento y la muerte infame. Las suaves florecillas serán ahora hirientes clavos; los árboles del bosque, maderos del patíbulo. Y es ahí, en el dolorosísimo instante de la muerte, en la postrera exhalación, donde Mayoral se encuentra con el rostro de Cristo, con el rostro de un hombre vejado, golpeado hasta la extenuación, denigrado y vilipendiado y lo transforma en el rostro de la humildad auténtica.

Tiempo habrá de analizar con detenimiento los valores estéticos de este portentoso crucificado de Mayoral llamado a perdurar en los tiempos. De reflexionar sobre su atrevida iconografía, de examinar su fantástica policromía que aparece y desaparece poniendo fin a esa estética neobarroca de relamido colorido. Tiempo para reflexionar sobre la fuerza y plasticidad de este Cristo que interpela al hombre contemporáneo con fuerza y vigor.

Sirvan estas líneas para animar a los lectores a la contemplación del verdadero rostro de Cristo hecho hombre, despojado de oropeles, privado de la divinidad. Que cuando con nuestras mejores galas acudamos a saludar a Sus Majestades de Oriente e integremos su cortejo como los florentinos del Quattocento, no nos olvidemos de concluir el ciclo litúrgico con la contemplación de la imagen de la humildad más absoluta: el Cristo de la Humildad del gran Fernando Mayoral que acoge la iglesia de San Martín.


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