En primer plano, el Cristo del Amor y de la Paz. Al fondo, el Puente Romano y el campanario de la Catedral | Foto: JMFQ |
02 de febrero de 2018
Ante el Flagelado de Carmona es fácil que surja esa emoción que en cada centímetro de su cuerpo trasmite la grandeza que solo pueden tallar los elegidos. Es la fuerza del arte expandiendo por doquier el vínculo de la atadura.
Sin embargo, ante el Cristo pizarraleño de la Vela puede surgir la voz que pone en sus labios mi nombre y es posible que un manojo de lágrimas desnude el sentimiento que brota como una necesidad, sin que el valor artístico mediatice la intocable verdad de los adentros.
El Cristo arrabaleño, por otro lado, puede abrir la historia de mi vida situándome ante el verde mármol frío que lo alza sobre la niñez, cuando con tristeza infantil cantábamos los chiquillos de la escuela del Teso "vamos niños al sagrario"…
En ese baúl incontrolado de emociones, la Virgen de la Encarnación como gran Señora del Arrabal, sin ser una gran obra de arte, siento que la quiero (como decía Antonio Lucas Verdú de su María Auxiliadora) porque es mi madre, y la beldad en quienes amas tiene otros parámetros.
Y qué decir de esas imágenes únicas de Carnicero, que en manos de la Vera Cruz vienen escribiendo su trayectoria de siglos, mientras me llevan al Calvario existencial para hacerme vivir momentos únicos por medio de su gran belleza. Pero resulta que en San Pablo, una imagen que no compite en hermosuras lo es todo para miles de fieles salmantinos. En San Pablo puede entenderse de una forma clara, que se esconde en esa religiosidad popular, que puede acoger a quienes viven momentos únicos cerca de un Cristo que se encarna en el hombre. Y cómo no va a oír el Señor a quienes desnudos se postran ante Él reclamando auxilio. ¿Acaso el Señor va a exigir algún tipo de titulitis para escuchar con amor ciego de hermano único a quien reclame ser alimentado por su misericordia infinita?
Por supuesto que lo aconsejable sería orar de otra manera y ver en las imágenes lo único que de verdad encierran dentro de su mensaje catequético. Pero si en ellas hay mucha, muchísima gente que descubre la paz y el sosiego para seguir bregando, no es para que bombardeemos sus espacios personales con arengas envoltorio de intelectualidad apolillada.
Sería maravilloso que los cofrades dejásemos de decir esas lisonjas que enmarcan a Cristo como un mago que puede resolver nuestros problemas a base de boatos o vestimentas cañí oropel estrafalarias. Pero la realidad debe ir acomodando lentamente el proceso necesario que debe embarcarnos a todos en el mismo camino sin excepción alguna.
La formación es urgente y necesaria dentro del mundo cofrade. Pero de forma obligada, con más énfasis, debe ser acentuado, como compromiso, el reciclaje de todos los responsables de las cofradías, sin excepción alguna, hasta que en los planes o propuestas de cualquier hermandad aparezca de forma natural la catequesis como ofrecimiento ineludible.
Mientras tanto, el sentimiento que proporciona la religiosidad popular es tan respetable, que los eruditos religiosos que predican entre muros y en las atalayas grandilocuentes, que sueltan cierto fato a naftalina, han de pisar la calle aprendiendo a mirar con ojos artesanos de amor comprensivo hacia el mundo de las cofradías.
Todos cabemos en esta Iglesia universal que nos acoge bajo el mensaje redentor del que vino a enseñarnos cómo debemos abrir el corazón hacia quienes, por las razones que sean, no piensan o sienten como nosotros.
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