Paso del Cristo Yacente de la Misericordia instantes después de su salida desde la Catedral Nueva | Foto: Pablo de la Peña |
12 de marzo de 2018
Sirvan estas primeras líneas de agradecimiento a la Tertulia Cofrade Pasión, histórica asociación de nuestra ciudad, por permitirme expresar mi humilde y personal opinión en esta prestigiosa publicación. Y no es insignificante puntualizar aquello de la opinión, toda vez que lo que aquí expongo no es más que una suma de pensamientos propios.
En la bula de convocatoria del Jubileo de la Misericordia –cuyos efectos todavía colean, o así debería ser, en nuestro cofrade sentir y pensar–, Misericordiae vultus, el rostro de la Misericordia, disponía Su Santidad, el Papa Francisco, que "Misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida". Y precisamente este pensamiento lleva rondado mi mente desde entonces.
Existe un cierto runrún, y desde algunos círculos es casi un clamor, sobre la necesidad de repensar o reestructurar la Semana Santa en su ámbito externo. Esto es, una modificación que vendría a reorganizar la pública prestación de fe que, individualmente en cada hermano y de forma colectiva, las diversas corporaciones vendrían efectuando en ese sempiterno rito de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Pero, me atrevo a considerar, la reestructuración externa no fructificará ni podrá plantearse nunca si no comenzamos con una pequeña, pero profunda, reconstrucción interna.
Quizás, en este punto, puedan surgir dudas acerca de la relación de la definición de misericordia reproducida y lo expuesto previamente. Ciertamente, es necesario comprender un hecho capital: el crecimiento externo de nuestra Semana Santa no será nunca posible si no nos comportamos como un único cuerpo, avanzando en el mismo sentido. Sí, es necesario que nuestras hermandades dejen de lado los recelos que puedan tener respecto a las otras y que los dimes y diretes corporacionales se desvanezcan.
Pero, ¿cómo será posible alcanzar estos reclamos si observamos constantemente la existencia de enfrentamientos entre propios hermanos de una misma corporación? ¿Cómo podemos tratar de abrirnos a la sociedad y aumentar nuestra presencia y peso en la ciudad y en la diócesis, si no somos capaces de cumplir con lo dispuesto en nuestros estatutos en lo relativo a la caridad y perfección de los fieles? Porque el crecimiento de una hermandad no se consigue saliendo a la calle o aumentando el patrimonio material; se alcanza cuando somos capaces de tender una mano, sin que sea al cuello, a los otros miembros. Cuando dejamos de lado inquinas personales y nos comportamos con el de al lado como si fuese un verdadero hermano. Cuando en vez de imponernos al otro, nos ponemos en su piel para comprender sus motivaciones.
La Cuaresma es, o así se nos plantea desde la fe, un momento de conversión interna que trastoca nuestro yo personal, acompasándolo a las exigencias que nuestras creencias requieren. Aprovechando los últimos coletazos de este tiempo de espera, procuremos dejar un momento al margen el trajín de los preparativos para buscar y repasar en nuestro interior y acercarnos cordialmente a nuestros hermanos.
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