Fotografía: Pablo de la Peña |
14 de noviembre de 2018
"Muchos no creen en nada". "Un gran número, si no la mayoría, están solo por folclore, por cultura, por tradición familiar". "¿Fe en esos lugares? Poca". Estas son frases y opiniones comunes en el ámbito eclesial sobre las hermandades. Manifiestan una actitud apenas tolerante: las cofradías son una herencia del pasado, cristianas de modo superficial, llenas de personas que, si bien están bautizadas, este es su único contacto con la Iglesia, y ya no es que tengan una fe escasa o dubitativa, es que algunos se declaran agnósticos o ateos sin complejos. Unas instituciones, en definitiva, llenas de hipocresía, a evitar o a disolver. Un debate en el que no voy a entrar ahora es en el de preguntarme qué sucedería si el mismo test de pureza que se exige a las hermandades se aplicase a otros grupos eclesiales. Lo que pretendo es realizar un par de reflexiones acerca de esta realidad bajo una luz positiva.
Partimos de un hecho innegable: en toda cofradía, en mayor o menor medida, hay un número significativo de hermanos que, aunque estén bautizados como condición necesaria para poder formar parte de ellas, viven en una increencia declarada. No me refiero a aquellos que tienen dudas de fe, o que la expresan de modo sencillo mediante la cercanía a las imágenes de los titulares, sino a quienes encuentran imposible la fe en Dios y en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. A pesar de esta imposibilidad, ellos encuentran gratificante y significativa la pertenencia a una hermandad por un amplio abanico de razones que solo una soberbia desmesurada puede despreciar o tachar de incoherentes. Los motivos pueden abarcar desde la tradición familiar en la que se ha crecido, hasta el sentimiento conmovedor ante la belleza de un arte en movimiento, pasando por la amistad enriquecida por la fraternidad vivida en el seno de la cofradía. Todas estas –yo, al menos, lo tengo claro–, son causas válidas para continuar siendo miembro de una cofradía. Es cierto que, como no nos cansamos de recordar, las hermandades son instituciones eclesiales que tienen como principales funciones la formación de sus miembros, el fomento de la caridad ad intra y ad extra y la profesión pública de la fe. Los hermanos ateos conocen esta realidad, saben que esta es el alma que anima la pervivencia de unas tradiciones de las que participan. Ellos entran en esa dinámica aunque, en lo personal, no puedan dar su asentimiento a las verdades de la fe.
Ante esta realidad no cabe ni ignorarla y mirar hacia otro lado, ni, siendo consciente de ella, utilizarla para atacar a las hermandades y a sus miembros como cristianos de segunda, poco maduros. Para mí, al contrario, nos encontramos ante una oportunidad única: el establecer en nuestras hermandades un verdadero espacio de diálogo entre creyentes y no creyentes que se sienten y saben hermanos. Una hermandad se puede constituir así en un verdadero atrio de los gentiles: es decir, en un ámbito donde escuchar las diversas posiciones sobre la fe y la trascendencia en el ámbito del ejercicio de la caridad y en la contemplación del camino de la belleza como vía de acceso a Dios. Es absurdo ignorar que estas son las instituciones eclesiales, explícitas en su confesión de fe, que atraen y conservan a un mayor número de no creyentes. Darles la palabra a estos y escucharlos con el corazón abierto es un desafío para todos. Sí, las hermandades son un cuerpo mixto en el que se dan la mano creyentes y no creyentes. Esto no es un defecto, es una oportunidad que nos da el Señor para, en un ámbito eclesial, poder establecer un diálogo sincero sobre el anhelo espiritual de todo hombre, sobre los motivos del alejamiento de la fe o sobre la imposibilidad personal para creer. La belleza del arte y la liturgia, la fuerza de la tradición, de la amistad o de la familia son razones válidas para permanecer en una hermandad a pesar de haber perdido la fe, porque también a través de ellas habla el Señor y difunde su Evangelio, aunque esto sea a largo plazo, aunque esto sea difícil de ver o de aceptar por aquellos que están más preocupados por prístinas purezas inexistentes que por discernir los multiformes medios que Dios utiliza para no perder a ninguno de sus hijos.
Esta apertura no es fácil y puede resultar hasta polémica, sin embargo, es necesario recorrerla. La labor evangelizadora de cofradías y hermandades la exige de modo perentorio. Aceptemos la variopinta realidad de nuestras cofradías, aprovechemos que estamos en un ámbito eclesial, creemos espacios de diálogo y debate, de acogida y escucha. Que el Señor nos ayude a no juzgar a nuestros hermanos y a presentar siempre un rostro acogedor del Evangelio.
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