Uno de los encuentros quincenales de la Tertulia Cofrade Pasión, celebrados desde 1990 | Fotografía: Pablo de la Peña |
28 de enero de 2019
Mis primeras procesiones, en los años setenta, entre imágenes de Juan de Juni y Gregorio Fernández, fueron de tanteo infantil, y sin caperuz que era lo peor. Duraron pocos años y escapé, supongo que por cuestión de edad, de cualquier formación cofrade aunque en mi favor debo decir que ya llevaba lo mío, al menos en temas de fe y algo de caridad, gracias a catequesis varias y retiros de cristiandad, la Legión de María después, algún escarceo con el Verbum Dei y lo mejor y más divertido, los veranos sanabreses con el Movimiento Junior, esto último ya en tierras de Zamora. Y fue precisamente ahí, en esa ciudad, en la que el cofrade aprende su oficio en torno a una camilla más que en el salón parroquial y en las aceras durante la Semana de Pasión más que en la casas de hermandad, donde bien entrados mis treinta volví a la procesión.
Pasaron algunos años más hasta que, por esos caminos inescrutables de la existencia, llegó mi formación cofrade. Durante los últimos diez años, he compartido tertulias y tardes de sábado y café con artistas e intelectuales de todas las calañas: de la luz y de la pluma, de la gubia y del pincel, de la palabra y la frase, de la partitura; he escuchado a médicos, profesores, abogados, políticos, a más de un teólogo, algún obispo travieso y curas de pueblo; abades y hermanos de toda condición: mayores, de fila, de carga, oficiantes de las mil labores de hermandad, en masculino y femenino, y cada uno de ellos y todos a la vez me han hecho reflexionar sobre, no creo que falte ninguna, todas las dimensiones que integran la Semana Santa y su representación cofrade en la calle: devoción, arte, cultura, rito, tradición, historia… Pero también me han enseñado los fundamentos de la espiritualidad y entrega cofrade, el compromiso social, la vida de hermandad… Sin lugar a ninguna duda, el mejor (y más entretenido) curso cofrade que he podido recibir.
Esta historia debería concluir con un final feliz, algo así como un cambio de actitud o la adopción de una nueva perspectiva personal en cuestiones cofrades. Esa es la finalidad de cualquier proceso formativo. Un capillita o casi, vamos. Pero no ha sido así. Seguiré, en espera de la segunda llamada del cartero, siendo el cofrade procesional de siempre al que despierta de su letargo anual los ensayos del Merlú nazareno, el empalagoso aroma de los hornos zamoranos y la luz crepuscular de los últimos días de invierno reflejándose en las piedras de la catedral. Y sin embargo no tengo la mínima sensación de fracaso. Al contrario. Gracias a esas tertulias, este cofrade empieza a comprender el significado profundo de esta celebración y la necesidad de dedicar un tiempo anual a meditar sobre los jalones que limitan nuestra existencia: vida y muerte, dolor y gozo, en modo de expresión popular, con todas las miserias que acompañan a cualquier organización humana pero también con todas sus virtudes. Parece una frase socorrida para acabar estas líneas, pero encierra, piénsese, todos los contenidos de un auténtico curso cofrade. Mi personal curso cofrade.
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