Imagen del Cristo manco de Isabel Bernardo, que la acompañó en el pregón de la Semana Santa de Salamanca de 2015 |
29 de junio de 2020
La pandemia, emocionalmente, me puso al límite. Y utilizo el singular, aun sabiendo que muchos otros, muchísimos, se sintieron como yo. Sin embargo no me atrevo a pluralizar cuando se trata de ponerle palabras a un sentimiento, tan íntimo y doloroso, que probablemente mi alma lo haya enquistado en sus adentros ya para siempre. En pocos días nuestro alrededor se llenó de enfermedad, de miedo y de muerte. La soledad se hizo terriblemente esférica y el silencio, inalcanzable. Solo la oración me ofrecía un tiempo de bálsamo. Eran oraciones lentas, muy lentas; oraciones que se iban deteniendo en cada palabra multiplicando las súplicas. Pero mis plegarias continuamente se veían interrumpidas por las noticias de nuevos fallecimientos. La muerte sobre la muerte, haciéndose una cifra dramática y mentalmente inasumible. La muerte dentro de una soledad devastadora a la que no estábamos acostumbrados.
La imagen en el pensamiento de estas agonías, tan solitarias y sin abrazo, me llevó a la imagen del Cristo manco que tengo en mi casa. Una pequeña talla que mi suegra tenía en su mesilla de noche y a la que siempre le faltó un brazo. Cuando mi suegra falleció la advertí en el acopio de esas "cosas para tirar" que se dan cuando "se levantan" para siempre las casas. Yo lo rescaté de entre aquellos trastos como un precioso bien, y ante Él escribí mi pregón de la Semana Santa de Salamanca del año 2016. Ante Él también lo pronuncié en el Teatro Liceo. Ante Él he ido dejando lágrimas, sueños y esperanzas.
El pasado 26 de febrero, miércoles de ceniza y comienzo del tiempo de Cuaresma, trasladé mi Cristo manco del estante de la biblioteca a una mesa en la entrada de mi casa. Allí, junto a la cruz de olivo de mi hermandad, la Franciscana de Salamanca, un año más, me ayudaría a buscarme en la oración y en la fe cristiana. La expansión rápida de la enfermedad de la Covid-19 ya hacía sospechar que todas las celebraciones religiosas iban a ser suspendidas. Pero lejos estábamos de imaginar que la pandemia iba a obligarnos a enfrentar una tragedia que sobrepasaba el dramatismo de los símbolos de la Cruz. Confieso que no ha sido fácil encontrar el equilibrio para poder comprender, más que la muerte, la soledad. Siento ahora incluso un temblor frío al intentar transcribir los soliloquios de tales desamparos. Nunca la soledad y el silencio se me habían hecho tan apocalípticos y devastadores. Una tarde, en un arrebato, tomé a mi Cristo manco muy enfadada y lo puse boca abajo sobre la mesa. La relación hombre-Dios no está exenta de dificultades. Hoy hemos vuelto a mirarnos frente a frente. Él me busca desde su perdón y yo, erre que erre, sigo preguntándole por la esperanza.
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