lunes, 20 de diciembre de 2021

Elogio del arte de José María Ruiz Montes

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Andrés Alén

Cristo de la Flagelación y Crucificado de la Vera Cruz de Almogia, obras de José maría Ruiz Montes
20-12-2021

Desde que vi su Cristo de la Flagelación supe que estaba ante una obra distinta de la extendida imaginería actual, tan propensa a la mera imitación de un añorado barroco del que supongo muy difícil salir, cuando no a una dulcificación un tanto amanerada de aquellos trazos que le dieron hondura y expresividad. Aquí este Cristo derrumbado, casi un Cristo a gatas de los que nombra Eduardo Azofra, de un dibujo anatómico perfecto, mantenía toda la fuerza de aquellos clásicos que hicieron de la escultura un juego de la figura, la materia y el volumen hasta alcanzar el equilibrio en intensidad y belleza. Sí, este Cristo casi escondido tras la columna del suplicio a la que abraza me hablaba de algo inusual que, como toda obra de arte, no llego a completar: Su mirada, su gesto, su posición casi fetal que adelanta un inicio… Y luego empiezo a reconocer una ejecución de obra que me retrotrae a los más grandes en este oficio. Esa policromía portentosa a la par de la que Pacheco aplicara a la obra de Montañés, y así me dije: ¿No estarás incontrolando la pasión ante el feliz hallazgo de una obra de ensueño? –pues creo que no.

Pero antes de proseguir quiero hacer cierta confesión e incierta recapitulación: Al encabezar este artículo dudé en añadir, como se suele, el título de imaginero al nombre de este autor: quedaría: «Elogio de José María Ruiz Montes, imaginero». Pero se me vinieron encima esos años de juicios y perjuicios que vinieron a considerar al imaginero algo así como un escultor venido a menos, artesano amanuense, repetitivo, con poca imaginación. Algo que antes pasó con los que ejercieron la talla en madera, la escultura policromada ante los escultores clásicos.

Los tiempos han cambiado tanto que ya el escultor no es aquel coloso que se enfrentaba el duro mármol o que en talla directa arremetía a la piedra más dura. Ni aquel portento de modelador del barro que parecía reproducir el oficio divino de infundir en él de un soplo un alma inmortal. Tampoco el escultor de vanguardia que cambia las formas figurativas, centrando en el volumen de la materia su cometido, su potencia y su expresión.

En el arte contemporáneo de hoy, en lo que llamamos arte contemporáneo, la escultura, si es que alguien reconoce esta palabreja, ha divagado en espacio expansivo, en lugar o no lugar, en performance, en acción. Así que podemos contemplar un tiburón troceado (antes de pudrirse), un plátano sujeto con cinta americana, una calavera recubierta de diamantes o un invisible metro cúbico de vacío a un precio carísimo. Menos mal que no todo lo contemporáneo es contemporizador.

Así que opté, cobarde, por «el arte» en vez de imaginero, aún sabiendo que este último denota un oficio que va desde el aprendizaje a la maestría y a un artista hoy, en principio, solo se le supone el oficio de «artistear».

Volviendo al tema, después de este reconfortante encuentro me interesé por saber de este autor. Resultó ser joven, modesto sin aspavientos, más que suficientemente preparado. Empezó con el dibujo del que es consumado maestro en precisión, en la claridad de sus esbozos, de esos que piensan dibujando, y cuando toca, de unos acabados de un clasicismo sorprendente. Domina la anatomía tan útil en su tarea, sus bocetos parecían sacados del libro de anatomía de mi recordado Luis Santos Gutiérrez. Encima no se cansaba de estudiar, de experimentar, la búsqueda fructífera del artista.

Sus obras Cristo de la Misericordia (votado en La Hornacina como la mejor obra del año) o su Dolorosa de Gamarra, respiraban una naturalidad alejada del exceso del hiperrealismo de cristos guapos y vírgenes mucho más. Digamos imágenes creíbles y cercanas. También talla figuras secundarias para tronos, como el de Redención, siempre con un amor inusual por el detalle.

En este mundo tantas veces cerrado de las cofradías, le está costando introducirse en la que más pudiera consagrarle, Sevilla, donde parece que hay que ponerse a la cola de sus buenos artesanos, y hasta en Málaga, de momento, porque es fruta madura a punto de caer. A eso vengo. A que creo que no hay Semana Santa en España que no se pueda engrandecer con las aportaciones de este artista, que no debieran prescindir de él sin pecado, tanto en el norte como en el sur. Y dejémonos de monsergas de lo andaluz y de lo castellano, que estamos ante un clásico, que en Castilla, donde se ha perdido cualquier atisbo de escuela castellana más allá de lo tosco, solo ganaría con misterios de talla entera donde, al contrario del sur, no se revisten las figuras con ropajes bordados que, aunque ya estemos acostumbrados tanto las rebajan cuando no, las afean.

Concluyo con su última obra, bendecida para la Vera Cruz de Almogía (Málaga). En palabras de otros: «una imagen asombrosa: Quizá la mayor aportación escultórica de un crucificado desde El Cachorro». Sigo transcribiendo lo leído en el ABC de Sevilla: «Es un Cristo que nada más verlo invita a rezar, el cuerpo es ingrávido, no pesa, la policromía tan maravillosa que distinguimos la piel de lo que hay debajo. El portento va en la línea de otros trabajos de Ruiz Montes, pero aquí se supera».

Lástima no tenerla aquí.


 

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