P. José Anido Rodríguez, O. de M.
«Quedan tantos días para el Domingo de Ramos». Esta frase la escuchamos con cierta frecuencia (o con otro de los días de la semana grande de nuestra fe). El tiempo lo contamos en las jornadas que faltan para la celebración de nuestra estación de penitencia. Nos pasamos el año en espera. Al contemplar la cabalgata de Reyes, la tarde del 5 de enero, metemos prisa a Baltasar: las cruces de guía ya están preparadas para echarse a la calle. En la liturgia nos sucede –o nos sucedía– lo mismo: antes de la reforma litúrgica, terminadas las grandes fiestas, el tiempo común se medía desde la última solemnidad celebrada: domingos tras la Epifanía, domingos tras Pentecostés. Todas esas semanas no eran más que la continuación de esas fiestas, en espera de las siguientes. Con el nuevo calendario, se trató de paliar eso y las semanas dejaron de contarse así. Esos dos periodos pasaron a denominarse, per annum, en español, tiempo ordinario. Un nombre que, al menos a mí, me parece poco afortunado por cómo suena (¿tiempo cotidiano?, ¿tiempo habitual? ¿tiempo común?), y que, sin embargo, revela algo esencial para nosotros como cristianos y cofrades. Es cierto que todo nuestro año pivota sobre la celebración de la fiesta grande de la Pascua, de la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Redentor; y que como segundo eje tiene las fiestas de su natividad. Son los llamados tiempos fuertes, con sus periodos de preparación, el Adviento y la Cuaresma. A pesar de esto, la mayor parte del año pertenece a ese tiempo débil que recorre semana tras semana nuestra cotidianeidad. El gran problema es que transcurrimos por ese camino sin tensión alguna, contando los días para hasta el próximo periodo. Esto, el fijar así la mirada en el calendario, puede impedir que nos encontremos con Dios que sale a nuestro encuentro en medio de nuestro trabajo y obligaciones.
En nuestras corporaciones esto también sucede. Muchos hermanos nuestros toman ejemplo del Guadiana y acuden a la cofradía de Cuaresma en Cuaresma, o de quinario en quinario. No quiero señalar al fiel devoto, quizás alejado de la Iglesia o de Dios, que se encuentra cada año con la mirada del Señor en la imagen de su devoción. Me refiero a quien ve en esas largas semanas ordinarias la ausencia de Dios. Frente a esto, afirmo que ese tiempo per annum es tiempo fuerte de hermandad. Los grandes cultos que celebramos han de ser maná, alimento espiritual, para el resto del año, para caminar en medio de nuestros hermanos. Contemplar al Señor y a su Santísima Madre debe abrirnos los ojos, las manos, el corazón y el alma para encontrarnos con Dios «entre pucheros», como decía santa Teresa de Jesús. En los Evangelios, el Señor sale al encuentro de los discípulos en medio de su trabajo, en medio de sus tareas: ahí es donde resuena la llamada de Cristo a todos nosotros. Nuestras cofradías están –o deben estar– abiertas todo el año: las eucaristías semanales, las convivencias, los encuentros, la formación, las celebraciones de después... Todo esto contribuye a cimentar las relaciones entre todos los hermanos. La vida, la vida rutinaria, laboral, la vida del día a día, la vida del lunes por la mañana ha de ser lugar privilegiado para encontrarnos con nuestro Salvador. Por esto mismo, todas esas actividades son, permítaseme la exageración, las más importantes del año, por su humildad y su pequeñez, por su constancia. Son las actividades que nos ayudan a caminar cuando en el medio del año nos faltan las fuerzas.
Damos más importancia a los tiempos especiales, y es cierto que son claves, pero no deberíamos despreciar ese periodo tranquilo en el que, sin alharacas, caminamos codo con codo lejos de los focos de las grandes celebraciones. Cuidemos, pues, lo ordinario y la vida cotidiana en nuestras hermandades.
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