Cuando colocaron las estaciones en el claustro de Silos no
debieron dudar acerca de la ubicación de la cruz representativa de la XIV.
Habrían de erigirla justo a la altura del magnífico relieve que muestra el Entierro de Cristo en la escena central,
pero también, por encima y por debajo, el anuncio y el asombro de la Resurrección: a las mujeres a través de
las palabras del ángel, a los soldados mediante el prodigio de una losa corrida
y un cadáver que ya no está.
El viacrucis benedictino llega a su término en esa esquina,
que en su cara contigua acoge el relieve del Descendimiento, y junto a la Palabra proclamada en la piedra se
abre al aire del cerrado patio abacial el arco por el cual se distingue el enhiesto surtidor de sombra y sueño, así
descrito por Gerardo Diego al comenzar su célebre soneto hace casi un siglo. El
ciprés silense es chorro, y es mástil aunque de soledad, y flecha de fe,
y saeta de esperanza, pero también negra torre… y resulta ser mudo. La decimocuarta estación, cada vez
que la rezamos, enmudece el alma sin
dueño que dejamos andar entre desiertos y multitudes cada cuaresma, como si
diera cada marzo sus primeros pasos, acaso torpes, e intrépidos,
inconscientemente… Nos parece, y estamos errados, que es un alma de nuestra
propiedad, y así la defendemos, tan equivocados que la arriesgamos, tan
falsamente libres que nos atamos sin saberlo, o sin querer saber, a más
cadenas.
La tierra se ha conmovido en un seísmo cuando ha expirado el
Nazareno, y parece que aún se nota, en la bella hechura románica del primer Maestro
de Silos, cómo José de Arimatea y Nicodemo no han escapado al temblor. En
contrapunto, la horizontal serenidad de Jesús, ajeno a los delirios verticales que ya tuvieron su hora en la cruz. También
para ellos, Nicodemo y José, habría un anuncio de la resurrección, incluso el
Resucitado pudo aparecérseles en su camino, el mismo hombre pero ya distinto,
glorificado, que habían depositado en esa cueva arrebatada a la roca. Abajo, la
soldadesca, en número de siete, como los pecados capitales derrotados por las
virtudes, despierta de un sueño que le privó de la visión de la victoria por
antonomasia. Arriba, las Marías, tres como la perfección divina, reciben el
consuelo angélico frente al desconcierto, la verdad revelada ante la certeza de
la ausencia, la plenitud desbordada cuando sólo ven el vacío.
Al fin, como los encargados de custodiar el sepulcro por
obligación, como las entregadas a la honra fúnebre del amigo y maestro por
devoción, estamos en ese trance que sigue a la decimocuarta estación: el límite
entre la historia de un injusto ajusticiamiento en tiempos de Poncio Pilato y
el don de la fe, el don de Dios, que lo confiesa resucitado. El silencio
posterior a la decimocuarta estación se tornará en huida, en desgarro, en
excusa, en la nada… o se elevará a un hondo diálogo junto al pozo para pedir,
como la Samaritana, el agua viva, la que hace brotar el surtidor enhiesto en la
cruz dentro de cada alma que la bebe. Un alma sin sed y con dueño.
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