Escena de Pentecostés. Frontal del altar de la Vera Cruz | Foto: TGB |
Miremos a un tiempo las rúbricas litúrgicas y las piadosas tradiciones del pueblo. Veremos que hoy, fiesta movible, el día en que queda atrás la cincuentena pascual, la jornada del regreso a lo ordinario, celebramos a la Madre de la Madre. Oraciones y textos de la Palabra de Dios, romerías y costumbres, nos remiten en la anual cita de Pentecostés, la Pascua del Espíritu Santo, a esa doble y cotidiana maternidad espiritual en la que conviven lo emocional y lo racional, lo expansivo y lo íntimo, lo evidente y lo desconocido, lo indiscutible y lo insospechado. En definitiva, lo misterioso: María, Madre de la Iglesia, que a su vez es Madre.
El Vaticano II no dedicó un documento conciliar exclusivo para la Santísima Virgen, sino que la integró, con gran coherencia, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, la Lumen Gentium. Fue aprobada por Pablo VI en una fiesta mariana, la de la Presentación de la Virgen, y en el discurso con que finalizaba ese 21 de noviembre de 1964 la tercera sesión del concilio se dirigió el Papa a María como Madre de la Iglesia. Desde entonces, y ahora ya con memoria propia en el calendario romano, se ha consolidado este antiguo y devoto título de Nuestra Señora, y se ha remarcado la enseñanza de san Ambrosio, recogida en el texto conciliar, según la cual «la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo». La Iglesia, Madre peregrina en la fe, tiene en María, la Madre que ya ha completado su peregrinaje y es glorificada junto a Dios, su modelo e icono hasta la plenitud de los tiempos.
Durante el camino, que se recorre en el repetido itinerario hacia la casa de un anciano al que cuidar, hacia la habitación de un enfermo, hacia el trabajo que peligra, hacia la cuna del niño que se ha despertado, hacia la catedral donde se dirige nuestra cofradía en procesión, hacia el pueblo o la ermita donde celebramos nuestro amor a la Virgen, hacia las fronteras que el egoísmo ha elevado a rango de ley…, a lo largo de todos esos exigentes caminos en sus diversas manifestaciones, no podemos seguir dando pasos huérfanos, porque serían pasos sin destino y sin sentido. Necesitamos, y seguro que lo hacemos, aferrarnos a la mirada consoladora de la Madre, María, que es una aunque le ponemos diferentes nombres y rostros, pero también se nos invita a ser nosotros mismos mirada de la Madre, la Iglesia, que siendo plural es única, en la que estamos llamados a ser nombre y rostro para otros.
Por citar un documento muy reciente, puramente divulgativo y orientado a la opinión pública, como es la Memoria de Actividades de la Iglesia que elabora la Conferencia Episcopal Española, la última referida a 2020, «las cofradías son asociaciones religiosas, eclesiales, cuya misión y trabajo se desarrollan en el seno de la Iglesia diocesana. Celebran la fe, participan de la misión evangelizadora, forman a sus cofrades y realizan una importante labor asistencial. La CEE cifra en más de un millón los cofrades españoles y especifica que existen 4.741 cofradías inscritas actualmente en el Registro de Entidades Religiosas, sin contar muchas más que existen y cuya actividad se circunscribe a un ámbito más reducido o parroquial». Esta realidad tangible, antaño poco reconocida e incluso apartada, hoy gracias a Dios más valorada y devuelta a su lugar natural, demanda que en cada cofradía, donde no falta el pensamiento hacia la Madre María, vivamos el compromiso de ser la Madre Iglesia, asumiendo la responsabilidad de bautizados que además hemos decidido asociarnos para vivir nuestra vocación.
Cuando un cofrade habla en tercera persona de la Iglesia algo de lo nuclear está fallando y esto se convierte en tarea urgente. ¿Lo haría si tuviera clara conciencia de ser miembro de un cuerpo, la Iglesia, del que Cristo es la cabeza? En su cofradía, y en otras comunidades y ambientes, el cofrade ha de saberse miembro activo, de modo que su dolor a todo el cuerpo duele, y su alegría a todo el cuerpo alegra. Pasa, por lo que se lee y se escucha con mayor o menor discreción, que abundan los cofrades que se sienten huérfanos. No digo ya de la madre Iglesia, sino incluso de esa particular expresión materna que puede ser su hermandad. Dejan de sentirla como su hogar, descartan participar en sus actividades, se enfría su relación con los otros cofrades… A veces es circunstancial y el alejamiento se ataja. Otras, las orillas se van distanciando y ya no hay facilidad para tender ese puente que siempre sacan las madres de su ingenio que todo lo arregla. Enseña el concilio que «la Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres».
El amor maternal del que seamos capaces será el puente a tender para que, cada cofrade, con su singular historia y su concreta situación, hable de su cofradía, y con ella de la Iglesia, en primera persona del plural. Que sea escuchado como las madres lo hacen. Que sea paciente como las madres aguardan. Que se atreva a ser él mismo hijo entre todos los hermanos, porque cada cual es amado con un amor que no se divide sino que se multiplica. Que jamás vuelva a experimentar la orfandad que nos sume en la desesperanza. Que atraviese, en fin, esa barrera incrédula ante las palabras y las teorías, y se deje llevar en el camino de la fe que se hace obra por una Madre, María, que ya había sido cubierta por el Espíritu Santo en Nazaret, aquel día en que dio su sí a Dios, y que volvió a recibirlo junto a los apóstoles en Jerusalén. Era Pentecostés, la Pascua de la Iglesia, también nuestra Madre.
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