María y Juan Bautista, protagonistas del adviento, en la Capilla de la Vera Cruz | Foto (TGB) |
02-12-2022
«Hay licuado de naranja, hay licuado de manzana, hay licuado de banana, pero, por favor, no tomen licuado de fe. La fe es entera, no se licua. Es la fe en Jesús. Es la fe en el Hijo de Dios hecho hombre, que me amó y murió por mí».
Una de las intervenciones más célebres del Papa Francisco, por coloquial y por repetida, fue la de aquel encuentro que mantuvo con jóvenes argentinos durante las Jornadas Mundiales de la Juventud celebradas en Río de Janeiro apenas cuatro meses después de su elección como sucesor de Pedro. «Hagan lío», los exhortó. «Quiero que se salga afuera, que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, la Iglesia no puede ser una ONG…». Poco más de mil palabras cargadas de titulares pero, aún más, de profundidad dentro de su tono informal, aunque a veces me pregunto si más que hacer lío nos hemos hecho un lío, si esa defensa la hemos convertido en mera dilución en el mundo (y disolución), si la vía de la ONG (más plácida para los que gobiernan) es más elegida por muchos cristianos que la del exigente testimonio de la verdad.
Aquel variado mostrador de los licuados al que aludía el Papa ese 25 de julio de 2013, lluvioso en Río, nos sigue tentando, porque se nos adapta a nuestra comodidad, instalación, clericalismo y encierro en nosotros mismos, por citar las otras amenazas que Francisco mencionó entonces. Es fácil que, llegados a estas fechas, ingiramos licuado de adviento entre compra y compra, entre cena y cena, entre precoz belén y prematuro festival navideño. Desvirtuadas las Pascuas de Nacimiento y Epifanía como celebración religiosa, y reducidas en el mejor de los casos a encuentro familiar, hemos exprimido tanto el tiempo litúrgico que las precede que ya nos cuesta paladear su otro sabor, el que nos remite a la venida gloriosa de Jesucristo al fin de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos. Con todo lo que eso significa para quienes seremos un día juzgados por el justo juez. Ignorantes del adviento tal cual es, vagamos hoy por un auténtico desierto en el que sigue clamando el Bautista, incapaces de mirar hacia aquel otro al que se retirará la mujer vestida del sol, coronada por doce estrellas y con la luna bajo sus pies.
De la misma pobreza nutricional se me antoja el jugo de cuaresma que acostumbramos a bebernos. Son cinco semanas largas de agenda apretada y esfuerzos apreciables, desde luego, pero si uno repara en mondas, cáscaras y cortezas descubrirá mucho ayuno que nos hubiera moderado, mucha limosna que nos hubiera desprendido, mucha oración que nos hubiera sanado. Nos pasa cada vez que llenamos la cuaresma de actos penitenciales pero no hacemos una apuesta fuerte, desde cada cofradía, por el sacramento de la penitencia, por el que Dios nos estruja con un abrazo de misericordia y nos saca el mejor néctar, el de la reconciliación.
Aficionados como somos a los zumos, se nos sirve también un selecto licuado de Semana Santa, que en el recetario más elitista y refinado viene a restringirse a cuatro ingredientes: Patio Chico, Patio de Escuelas, Poeta y tavoletta. Lo demás, aseguran algunos críticos culinarios, meras emulaciones de ajenas gastronomías. He de admitir que a mi torpe sentido del gusto nunca le entusiasmó mezclar dulce y salado, pero como se estila la fusión, aprovecho para recomendar una Semana Santa completa, en la que uno se deje llevar desde las celebraciones litúrgicas hasta lo que ocurre en las calles, porque sin lo primero necesariamente terminará sintiendo un vacío por dentro que tiene nombre: hambre y sed de Dios.
El licuado de fe no sacia. Sin domingo con misa, sin Palabra con formación para entrar en su misterio, sin comunidad con la que caminar, no habrá más que licuado de cofradía. Sin comunión sincera, por mucha sinodalidad que prediquemos, no hay sino licuado de Iglesia, que termina yéndose por el sumidero de las rencillas personales, de los malentendidos perpetuados por falta de diálogo, de la parálisis y la desidia impotentes en medio de un mundo indiferente u hostil. Se licuan también las normas diocesanas, que en lugar de aprovecharse como lo que son, orientación y respaldo a la acción de las cofradías, por momentos se contemplan como un arma en la falaz disputa entre los designados (nosotros, los miembros del equipo de la Coordinadora Diocesana de Cofradías) y los elegidos (los directivos de cofradías o de la junta en la que se confederan), como diría mi pariente, amigo y director cuando se lamentaba de que, en el año nuevo, el escolar de septiembre, la vida siguiera como antes. Es ahora otro nuevo año, el litúrgico de adviento, y quizá, así lo espero, ya han cambiado para bien algunas cosas. Lo que permanece es la fe: la que es entera, la que no se licua, la fe en Jesús.
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