Cristo con la cruz a cuestas, Tiziano Vecellio (1565), Museo del Prado |
20-02-2023
Existe en el relato de la Pasión de Cristo una figura que desde siempre ha despertado en mí una enorme atracción. Se trata de Simón de Cirene. Los evangelistas lo presentan casi de soslayo, con un par de pinceladas apenas matizadas y, sin embargo, su intervención en la Pasión se me antoja decisiva y trascendente. La tradición lo ha inmortalizado nada menos que como el personaje que ayudó a Jesús a llevar la cruz hasta el Gólgota, donde el Señor sería crucificado.
Sabemos que era natural de Cirene, una colonia romana del norte de África (actual Libia) que tenía una considerable población de judíos; que era padre de Alejandro y Rufo, dos jóvenes que luego se hicieron cristianos; que, cuando regresaba del campo, los soldados romanos le obligaron a ayudar a Jesús con la cruz, seguramente ante el temor de que no soportara el trayecto. Cumplida su breve misión, al final del recorrido, su figura se difumina y solo la tradición lo ha inmortalizado como el santo que ayudó a Jesús a cargar con la cruz. La iglesia ortodoxa celebra su festividad el uno de diciembre.
Pero yo me resisto a una referencia tan escasa, a un protagonismo tan efímero. Imagino a Simón como el trasunto de la mediocridad que tantos reflejamos, un hombre sin ambiciones, ni rico ni pobre, carente de excesivo entusiasmo, pero tampoco escéptico. Todo su afán se centraría en sacar adelante a su familia y ver felizmente casados a sus hijos. Quizás aquel día, cuando regresaba del campo, se sintió atraído por el bullicio del gentío que se agolpaba para increpar a aquellos desgraciados, con sus maderos a cuestas y rodeados de legionarios. ¿Quién resistiría la curiosidad? Pronto advierte que es la estampa previsible: sacerdotes, levitas, campesinos humildes... el populacho deseoso de sangre y espectáculo depravado. No desea perder mucho tiempo presenciando esa indecencia. Nada tiene que hacer allí. Sin embargo, la figura de uno de ellos, esta vez más cercana hace que se detenga un poco más; algo distinto le obliga a posponer su inicial decisión. Aprecia su lamentable aspecto: maltratado, apaleado hasta la extenuación, humillado bajo un atuendo ridículo que hace burla de su condición de rey de los judíos. Está pensando que difícilmente llegará al final del recorrido cuando, repentinamente, el pobre desgraciado se desploma como un fardo y su rostro, al chocar con el suelo bajo el peso de la cruz, produce un sonido brutal y paralizador. Antes de que Simón pueda reponerse del impacto, un legionario le ha agarrado por el brazo y le ha ordenado que ayude al reo con su cruz. En un instante, y contra su voluntad, se ve caminando junto a Jesús, hombro con hombro.
Quizás no hubo intercambio de palabras. Tal vez la respiración agitada y dolorida y, seguramente, un instante ‒eterno para Simón‒ en que sus miradas se encontraron y algo nuevo, absolutamente distinto, sacudió sus entrañas y transformó su vida para siempre. Y en ese breve instante comprende la riqueza que atesora su alma y no sabe si gritar por la alegría o llorar de la vergüenza.
Al llegar al final del camino es apartado bruscamente del nazareno. Se aleja del lugar sin poder decirle nada, y bien que lo lamenta. Pero está tan absorto y aturdido, tan profundamente conmocionado que apenas acierta a dirigir sus pasos a Betfagé, apenas intuye la magnitud del prodigio que se ha manifestado en su vida. Seguro que su esposa, que le conoce como nadie, al verle llegar, adivina en su rostro que algo especial le ha sucedido. Pero su natural intuición le recomienda no agobiarle ahora con preguntas inquietantes. Sabe que, después, cuando haya asimilado la vivencia, irá desnudando su alma lentamente, como suele hacer con las cosas importantes.
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