miércoles, 19 de abril de 2023

Como manda la «tradición»

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Félix Torres

Carga en la Cofradía de Cristo Yacente | Foto: Alfonso Barco

19-04-2023

 

Pasó la Pascua pero seguimos en su octava. Y ayer, lunes de la octava de Pascua, a pesar de todo, los cofrades seguimos rumiando todo lo que hemos hecho, visto, olido, comido, sentido y disfrutado hace apenas una semana.

Esta ciudad tormesina celebraba la salida masiva a cualquier trozo de hierba en el que poder asentar sus reales en unos kilómetros a la redonda y merendar entre juegos y amigos aprovechando que el clima acompañaba.

Fiesta del Lunes de Aguas, llamada así por los salmantinos destacándola como algo propio, identitario e idiosincrático a pesar de que hay otras muchas localidades, más o menos distantes, que celebran la misma fiesta con el mismo nombre y la misma actividad lúdica. ¡Hasta con hornazo!

Eso es que nos han copiado. ¡Esta fiesta es nuestra! ¡Faltaría más!

Que en ningún lugar se conmemora el paso del río por las rameras más allá de nuestro Tormes y sus arrabales. Aunque, ¿y si eso no fuera cierto? ¿Y si todo fuese un montaje decimonónico para justificar que fuimos nosotros, los salmantinos, quienes absorbimos ese día, esa merienda y esos juegos de aquellas gentes del campo que, venidas o no a la capital, celebraban esta octava de pascua sin necesidad de agarrarse a putas y barcas para pasarlo bien?

Ayer mismo, leía un recorte de prensa. Un artículo del periódico «El Eco de Salamanca» del 18 de abril de 1858 que, según el profesor Mariano Esteban ‒autor de la nota que acompañaba al recorte‒, es la referencia más antigua al Lunes de Aguas que ha encontrado en la prensa histórica salmantina. Lo curioso, según el profesor Esteban, es que en ningún momento se hace la menor referencia a un Padre cuidador, fulanas o al mismísimo Felipe II, lo que le hace colegir que dicho argumento fue inventado hace unas décadas para tapar el origen, más vulgar aunque más cierto, de considerar esta fiesta como una vieja tradición que trajeron consigo los paisanos de los pueblos cuando vinieron a instalarse en la capital.

Quizá algo así sea lo que está ocurriendo en nuestras cofradías y hermandades. Puede que haya quienes se han venido hasta estos pagos atraídos por el secular dorado de nuestra piedra fregadera, o sean los de aquí que vieron el fulgor allende Despeñaperros, y con ellos se han venido usos y costumbres que poco a poco, como sin querer, se van asentando en lo vernáculamente nuestro para cambiar con la sutileza de elefante en cacharrería lo que aquí había ‒a lo que algunos llamamos identidad‒. Aquellos trajeron sus hornazos en forma de músicas, maneras de desfilar, hablas y términos que, en lo suyo y para ellos era costumbre, y los de aquí, cegados por el brillo de la novedad, pensando en los excelentes réditos que a todo esto podríamos sacar (más cofrades ‒léase costaleros‒, más turismo, más liturgia y más estética, entre otras muchas cosas) nos hemos inventado el río, las rameras, al Padre Putas y a Felipe II y su pragmática para hacerlo más nuestro, si cabe, que lo era de quienes lo inventaron. Con el tiempo será bonito, será tradicional y será nuestro porque habremos olvidado lo que un día fuimos y tuvimos. Lo llamaremos «Lunes de Aguas» porque habremos olvidado cómo lo llamábamos antes de hacerlo nuestro.

Perderemos la identidad, pero yo seguiré llamándolas procesiones.

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